2017/09/15

LOS BANDIDOS CORELLANOS





Una cuadrilla de ladrones y de salteadores asoló las tierras de la Ribera durante nueve años, los que van de 1810 a 1819. La gavilla la componían nada menos que veinticuatro sujetos, a cual de peor calaña, temidos de arrieros y de caminantes que en su ruta entre Aragón y Castilla atravesaban los caminos reales por Navarra.
Decíase capitán de todos ellos un tal Francisco Monreal, más conocido por el Moco, al que también se le reconocía por el sobrenombre de Madejero. Cuando se echó por primera vez a los caminos a robar, tenía tan solo veinticuatro años y era al tiempo de la francesada; tiempos en que tras la ausencia de Mina el Mozo se multiplicaron los robos y los asesinatos de las partidas sueltas que infestaban los caminos y robaban a cuantos los transitaban.
El Moco era un mozo bravucón y pendenciero. Tenía a gala el haber servido en la División de Mina y en la guerrilla de Tabuenca. Lo que no contaba era que el propio Mina había dado orden de apresarle a consecuencia de un robo que había cometido, y que luego escapó de la prisión lo mismo que escaparía años más tarde de la cárcel de Alfaro, del castillo de Tudela y de la ciudadela de Pamplona.
Era un alborotador a quien en el pueblo todo el mundo temía sin excluir a los propios de su cuadrilla. Y nada digamos del miedo que le tenían las autoridades locales a quienes continuamente vejaba y de quienes se mofaba a la luz del día. Por San Juan de junio de 1810 había despojado de su pistola al alcalde y del trabuco a un prior de barrio. A este último le estuvo luego esperando a altas horas de la noche en su propia casa con intención de matarlo, y como no llegara, cerró la puerta de la calle y arrojó la llave al tejado.
Eran fechas en que el ayuntamiento se había hecho cargo de todo el vino de los cosecheros y obligado a que se vendiera en la taberna pública para que no faltase provisión al vecindario. Acompañado un día del Bragueta y del Sordillo, nuestro hombre obligó al alcalde a bajar el precio del vino; y luego, sacando el gamellón a la calle, lo repartía gratis a todo el que pasaba.
Un día varios de la gavilla se metieron en el Ayuntamiento y tuvieron a bien burlarse en propia cara de todas las autoridades. El Moco se nombró a sí mismo alcalde y se sentó en el solio que a aquél correspondía. Llevando en la mano un palo de media vara a tres cuartos, iba nombrando a los de su cuadrilla a uno Regidor, a otro Justicia, a otro Prior de Barrio, Alguacil a otro, etc.
Toda esta mala ley contra las autoridades le venía de tiempo atrás en que, por haber discutido un día en la taberna con el Cachombo y el Mosquillo, estando los tres borrachos, había sido llevado a chirona. Peor fue, al poco tiempo, cuando acompañado del Bragueta, el Sordillo y un tercero, dieron todos cuatro muerte a los vecinos Benito García, Luis Cartagena, y Manuel Asiain. Él pudo de momento escapar, pero no los otros tres que fueron pasados por las armas de orden del general francés que mandaba entonces en la plaza de Tudela.
También era conocido este Francisco Monreal fuera de Corella. Él y su partida  se habían hecho famosos por los robos y los salteamientos sin fin que habían cometido. Pero de nadie eran más temidos que de los pastores, de los arrieros y de los viandantes. Y es que atravesar Navarra por el camino real que de Madrid llevaba a Zaragoza, o de Tudela a Soria, era una aventura demasiado arriesgada para cualquiera, y más estando como estaban estos mozos corellanos a verlas venir.

Pero veamos quiénes eran y cómo se llamaban:

Manuel Fernández, El Payo, es de Corella y tiene veinticinco años. Viste bien, maneja dineros y tiene poca aplicación al trabajo. Está complicado, como todos los demás, en varios robos.

José Jiménez, Marmitón, es también de Corella. Treinta y dos años.

Salvador García, El Pastor, es de Cintruénigo; aunque reside en Corella «desde pequeñico». Treinta y seis años.

Andrés García, el Pastor de la Romera, de Corella. Veinticinco años.

Matías Lázaro, alias El Florín, de Corella. Veinticinco años. Jornalero.

José Sola Puyol, natural de Calahorra y vecino de Corella. Treinta y tres años. Curial y procurador del tribunal del vicario forano y del alcalde de la ciudad.

José García Cornago, El Cazuelo, «cavador jornalero». Treinta y ocho años.

Manuel Martín, El Barquero, Treinta y cinco años.

Francisco Sainz, El Gualillo. Treinta y cinco años. Jornalero.

Xavier Sesma, El Tontera. Treinta y seis años. Jornalero.

Manuel Blázquez, conocido por el Viudo Corrucho o Corrucho viejo, cincuenta  tres años. Jornalero.

Bernardo Jiménez Eraso, alias El Calabaza, treinta y dos años. Jornalero.

Xavier y Manuel Rodríguez, Los Cabecillas, el último conocido también por El Furrias, los dos de Corella. Esquiladores.

Joaquín y Sebastián Rodríguez, sobrinos de aquellos, este último esquilador, también con el apodo de Cabecillas. El primero ventero de la Venta del Pillo.

Antonio Arnedo, El Montible. Labrador.
Pedro Cornago, alias El Porrón.

Francisco Delgado, conocido por el Gallo del Piri.

Matías y Francisco Blázquez, hijos los dos de El Corrucho, conocido el primero por el Sordo. Jornaleros dedicados a sacar regaliz.

Manuel Guillorme, el Zurramplas. Hortelano.

Antonio Martínez, el Porroncero. Trabajador en la fábrica de regaliz.

Juan Malo, llamado el Tuerto de Crisanto. Albañil de cuarenta y cinco años, «aunque hoy el probrecico no hace más que algunos remendicos». No tiene cometidos más delitos, según él, que el haber acompañado a su pariente o paniaguado El Moco a la feria de Marcilla a comprar dos borriquicas con la onza y media que cada año le da de limosna el cura de Corella. Le duele la cabeza desde que perdió el ojo, y ahora aún más desde que el alcalde le tiene metido en una cárcel oscura.

El proceso se abre con el robo llevado a cabo por Marmitón en el corral de Las Canteruelas la noche del 4 de enero de 1819. Está la noche de luna clara y hace frío. Ignacio Delgado, conocido por Rojito y su primo Prudencio Pascual, el Mondo, están ya acostados en la cabaña cuando oyen que llaman a la puerta. «¡Eh, mayoral, mayoral!». A las voces se levanta El Rojito y entreabre la puerta. Un hombre con una manta blanca al hombro le encañona con una escopeta.
−¿Quién está ahí dentro? –pregunta el bandido.
−Mi primo Ignacio.
Pues como se os ocurra tomar un arma, os aso a los dos a tiros y quemo luego la casilla con el rebaño y todo.
Se oían voces como de dos o tres hombres más por detrás de la cabaña.
−Ajo, sácame ya una de las dos ovejas que tenéis en el corral, −dijo el hombre.
El mayoral, todo asustado, se la sacó. Y el hombre se la mandó atar para echársela al hombro.
−Y ahora sácame un cordero y dos panes, y el bandido tomó solo uno. Luego, sin siquiera tratar de disimular la voz, inquirió:
−Señor mayoral, ¿me conoce vuesa merced?
Estaba el pastor tan asustado que ni siquiera respondió. Le miraba boquiabierto y temblequeaba.
−Le he preguntáu a vuesa merced si me conoce.
−No, −respondió temblando el mayoral.
Y el bandido, echándole una mirada de fuego, le despidió con estas palabras:
−Cuidado con el pico, ¿eh? Mucho cuidáu.
Cuando entró de nuevo a la cabaña el mayoral, su primo Ignacio le preguntó si había conocido al hombre; y como dudase, le dijo:
−Pues si vuesa merced no lo conoce, yo sí. Es el Marmitón, el casáu con La Liebre. Debería vuesa merced dar parte a la justicia.
A lo que el mayoral respondió que «hombre, estamos en la parición y tenemos que dormir en el campo; ¿a qué nos vamos a meter en enredos?»
La siguiente aparición del bandido no tiene lugar hasta la noche del 10 de marzo en se presentó en el corral de La Cantera, donde dos hermanos de corta edad, Gregorio y Manuel Fernández, de nueve y siete años respectivamente, guardaban el rebaño de su padre Manuel. Estando ya los dos dormidos, oyeron voces fuera de la cabaña. Se levantaron y salió a la puerta el Gregorillo.
−¿Tenéis pan ahí dentro?, −preguntó Marmitón.
Y respondiéndole que sí, le sacó uno.
−¿No tenéis más o qué?
El chavalín le sacó otro y el bandido, entonces, le dijo que le sacase un caloyo, a lo que el mocete le respondió que no podía hacerlo por no ser suyo el rebaño, sino de su padre.
−¿Me conoces? –preguntó el bandido.
−No, −respondió el pastorcillo.
−Pues soy el Antón Gutiérrez, el que mató a su mujer. ¿Sabes si hay alguien esta noche en el corral de Las Foyas?
El muchacho le respondió que sí, que estarían el mayoral y Manuel Pinedo.
No tardó en presentarse Marmitón en el corral de Las Foyas. Vestía calzón y chaleco de paño pardo anoguerado, camisa blanca, montera blanca y pañuelo del mismo color atado a la cabeza, alpargatas «cuasi nuevas» y medias negras. Llevaba echada al hombro una manta blanca con rayas negras y escondida en ella una carabina.
Estaba también la noche de luna clara. El perro de la majada empezó a ladrar y el mayoral se levantó a ver qué pasaba. A la luz de la luna pudo ver como a cien pasos del corral a un hombre que se defendía del perro a culatazos.
−¡Eh! –le gritó−. Contenga vuesa merced al perro si no quiere que lo afusile.
Llamó el Ruperto al perro y lo amansó. Entretanto el hombre se iba acercando poco a poco a la cabaña. Estando ya como a dos pasos de la puerta, dijo al mayoral apuntándole con la escopeta:
−¡Ajo, que lo parto!
A lo que el mayoral le preguntó qué se le ofrecía.
El bandido mandó «le apañase luego un cordero para él y su compañero Antón Gutiérrez, el que mató a su mujer»
−No puedo, −respondió el mayoral−. No es mío el rebaño. Un pan, si quiere, si que le puedo dar.
El bandido no estaba para perder el tiempo. Poniendo la escopeta al pecho le hizo entrar en la cabaña mientras decía:
−Pan ya tengo, ajo, que me lo ha dado el Gregorillo en el corral de La Cantera; trae tú el cordero si no quieres que te parta.
Cuando el mayoral quiso entregárselo, el bandido le dijo que se lo adobase y que le asara la asadura para comérsela allí mismo. Y estando el pastor en ese menester, le espetó el bandido:
−Ajo, ¿no me conoce vuesa merced, u qué?
−No, −respondió el pastor.
−Soy el Antón Gutiérrez, el que mató a su mujer. Y voy camino de La Rioja a buscar trabajo (mentía).
Era ya la madrugada del siguiente día cuando el Ruperto se fue la plaza del pueblo a beber el aguardiente y pudo allí ver al Marmitón con el que en el pueblo llamaban Treinta y Una. Vestía el mismo traje que la noche anterior con la manta al hombro, la montera blanca y el pañuelo atado a la cabeza. Nada le dijo por no quererse meter en líos. Pero fue a casa de su ama y se lo contó todo. Ésta dio parte a la justicia, y el Marmitón fue apresado de orden del alcalde de la ciudad a los pocos días.
El Marmitón juraba y perjuraba que en la tarde del día 10, después de volver del campo, se había ido a la taberna a beber. Y que luego se había subido con su nuera a casa de Bernardo López, con quien estuvieron charlando y echando un trago hasta las nueve. Que luego, con su mujer y la que llamaban Josefona, se habían ido a casa de su propia hermana que estaba para parir. Y que al rato había ido a dormir sin que se levantara ni saliera de casa hasta las siete de la mañana en que se había ido a la plaza del Mercado o de las Verduras a echar el aguardiente.
Estando ya preso llegaron nuevos cargos contra el bandido. Gentes que hasta entonces no se habían atrevido a delatarle, dieron por fin el chivatazo. Y aunque se sabía que en 1814 El Marmitón había estado ya en la cárcel por haber robado entre dieciocho a veinte mañas de cáñamo recién “esquimenzado” de la huerta de don José Mateo, un rico hacendado de la ciudad, se hicieron nuevos cargos contra él. Hacía más o menos dos años que se habían roto las cerraduras de la cabaña del huerto de Nolasco Peralta, Justicia de la ciudad, y se habían robado una azada, una red de cazar pájaros y una soga grande. Pudo un día saberse que la azada la llevaba Marmitón al hombro cuando iba a cazar. Y así se le imputaron y probarían otros muchos robos ejecutados en cuadrilla.

Había de ser precisamente ese año de 1814 cuando los bandidos comiencen a dar muestras claras de su actividad. En el anochecer del día 2 de septiembre asaltan la casa de campo llamada de Valdelafuén, sita en los montes comunes del Cierzo. Eran como las once de la noche cuando dos hombres, uno vestido con uniforme y gorra de granadero, armados los dos de fusil y bayoneta, irrumpieron en la entrada y obligaron a la familia a echarse en el suelo; «y les pegaba dicho granadero porque no se echaban». Ataron los brazos a los colonos y les vendaron los ojos con unos pañuelos. Y estando en esas dijo el granadero a su compañero:
−Dile al Sargento que venga.
Al punto se presentó un tercer hombre acompañado de dos pollinas y un perro negro (perro del que por cierto no había de separarse ni aun estando en la cárcel). A este, que luego resultaría ser Manuel Ruiz El Rauto, se le describe «chiquito de estatura, robusto y negro». Y se queda montando guardia en la puerta mientras el granadero y su otro compañero saquean a su antojo las dependencias de la casa.
Tres horas largas duraría la operación, que les llevó a robar cuatro talegas de trigo, varias ropas, garbanzos, gallinas y hasta un trabuco. Y cuando ya se dieron por satisfechos obligaron a los colonos a introducirse en un cuarto bajo de la casa y les quitaron los pañuelos de los ojos.
−Quietos aquí hasta que salga el sol, −amenazó el granadero−. ¿habéis oído?
Muy felices se las prometían los tres bandidos protegidos en su huida por la oscuridad de la noche y suponiendo que los colonos habían de permanecer en el cuarto bajo de la casa hasta que llegara el amanecer. Tomando el camino alto hacia Corella, caminaron a paso tranquilo algo distanciados entre sí. Pero los colonos, una vez que los ladrones habían desaparecido, decidieron escapar de su encierro y arrear por el camino bajo hacia Corella a paso acelerado. Así pudieron tomarles la delantera a los bandidos.
Alertados los del Cuerpo de Guardia por los alguaciles, salieron con soldados a esperar a los ladrones. Por el barrio bajo se dirigieron al portal de San Francisco y se apostaron tres en el Crucifijo; el Cojo se ocultó junto al puente sobre el río mayor.
Al rato vieron aparecer por el camino un perrito negro, luego un hombre con arma de fuego y algo más distante otro que arreaba una borrica. Al primero de todos le dejaron subir por el portal de San José; pero al segundo, que resultó ser El Moco, le dieron el alto y lo apresaron. El tercero se les escapó después de que disparase un trabucazo que a nadie alcanzó, y que hizo que se espantara la borrica y se fuera suelta calle arriba, cargada con las talegas de trigo. El Rauto sería algo más tarde apresado en su propia casa.
El robo dio mucho que hablar en toda la comarca y, por lo que luego declararían los de Valdelafuén, el mismo día del asalto al anochecer habían visto al Rauto y al Madejero echando lazos para cazar junto al Corral del Ojo, cerca de la finca. El Rauto, sin embargo, negaría este dato. Y afirmaría que todo el día anterior se lo había pasado en compañía del Narro y del Madejero pescando en la parte de la olmera, junto al río mayor. Aunque poco importaba si lo que había estado haciendo era cazar o pescar, puesto que le habían cazado con los efectos del robo. Por lo que luego se sabría, los tres se habían dado cita junto a la ermita de Santa Ana, siendo el último en llegar El Rauto con las dos borricas.

Los asaltos se suceden por estas fechas con tal frecuencia que la cuadrilla acaba por cobrar fama y se hace temer de cuantos transitan los caminos hacia La Rioja, Aragón y Castilla. En memoria de los bandidos, una subida del camino entre Los Fustales y Cascante quedaría para siempre bautizada con el nombre de Cuesta [de los] Ladrones.
Tenían los bandidos por confidentes y colaboradores íntimos al barquero de Castejón y al Ventero de la Venta del Pillo, uno de los famosos Cabecillas este último, también conocido por El Furrias. Los dos acabarían también siendo apresados.
Es la madrugada del día de san Bartolomé de 1817 cuando los bandidos llevan a cabo otra de sus acciones más sonadas. Hallándose Fernando Castillo, vecino de Alfaro, en su corral de Valdomil, sito en la Val de Ominoso, como a la una de la madrugada se le presentaron entre cuatro y cinco bandidos poniéndole uno de ellos la escopeta al pecho y diciéndole que no se moviera, que se echase en tierra; y a él y a sus dos hijos los taparon con mantas de acarrear paja. Dice el de Alfaro que no duda había más de cinco hombres que en un principio se dejaron ver, y que el primero de todos, el que le puso al pecho la escopeta, «llevaba ropón de soldado de los de color franciscano, lo que pudo ver porque había luna bastante clara».
Al cabo de hora y media en esa posición, y notando que no se oían ya voces, el asaltado se quitó la manta y trató de levantarse. Pero oyó una voz roncajosa y fingida que le conminaba a echarse de nuevo y a taparse. Pasada otra media hora volvió a descubrirse y, viendo que los bandidos habían desaparecido, se levantó a hacer recuento de lo que le habían robado. Eran en total unas treinta fanegas de trigo, doce talegas navarras y otra grande de nueve medias, una azada grande con cabo de carrasca, unas alforjas castellanas con un pan dentro, un “ablentón” pequeño nuevo y alguna que otra cosa. Y queriendo observar la dirección que en su huída habían tomado los ladrones, pudo saber que tiraron hasta la senda de Autol por rastrojos y barbechos con dirección a Corella. Deduce por las huellas que una de las caballerías estaba recién herrada y que otra de ellas era un borrico porque estando boca abajo tapado con la manta lo había oído rebuznar.
Los ladrones escondieron durante algún tiempo los efectos del robo en un cañar próximo llamado del Miguelillo, en término de Fugénique y frente al huerto de Caranto, cañar que había quedado custodiando uno de los ladrones montando guardia a la puerta con un trabuco.
Entre los asaltantes, por lo que luego había de saberse, se contaban El Payo, El Moco y El Calabaza. Pero fueron bastantes más los que aquella noche se habían dado cita en el corral de Valdomil, y entre ellos El Curro, quien viniendo el día de san Bernardo con una caballería menor cargada con esportizas y cubierta de mantas camino de Cintruénigo, le había dicho a un convecino suyo que aquello que transportaba «era nieve para Tulebras». Buena nieve era aquella, sí. Y otro testigo afirmaría que por las mismas fechas, un día en que hubo una gran tronada, pasando por junto al corral del Rufo camino de Las Barrenillas –que dirige de Cintruénigo a la cañada de Alfaro—se había topado con el Corrucho Viejo que pasaba con una borrica cargada de trigo. Y que habiéndole preguntado que a dónde iba, le había respondido que a buscar a su hijo, El Sordo, y a Sebastián, el hijo de la mesonera. Pero que a la tarde, después del nublado y estando todavía lloviendo, lo había vuelto a encontrar en el sitio donde se decía que guardaban lo robado. De que se formó de él muy mal concepto.
No había de pasar el año son que los bandidos llevasen a cabo otros tres salteamientos a mano armada. El primero de todos un domingo de mayo cerca del barranco que llaman del Cura en jurisdicción de Aldeanueva, a un hombre que bajaba por el camino real que de Calahorra conducía a Carvera, y que venía en compañía del Tuerto de Sastrica a quien había alcanzado en el camino.
Cuando los dos llegaban al barranco, les salieron al paso cinco bandidos con las caras descubiertas y con mantas al hombro cargados todos de trabucos, que les obligaron a echarse en tierra. Una vez en el suelo, les vendaron los ojos y los empujaron hacia una barrancada fuera del camino donde les pidieron el dinero que llevaban encima amenazándoles uno de los bandidos con pegarles un tiro si no lo sacaban o si no le decían dónde lo llevaban escondido. A lo que otro bandido apostilló que sería mejor matarlos de puñalada, que hacía menos ruido. Hasta esas fanfarronadas se permitían.
Al de Calahorra le quitaron de las alforjas cuatro duros en oro de una pieza, dos en otra y medio en plata que llevaba consigo, a más de una bota de vino de seis pintas de cabida, un pañuelo de hilo de colores, y la cincha de uno de los machos que llevaba en la recua. Así lo tuvieron detenido durante más de cuatro horas durante las que pudo percatarse de que había más bandidos de los que en un primer momento le habían salido al paso; y de que fueron a todo lo largo de ese tiempo echando el alto y robando en la misma forma a varios pasajeros más que por el camino iban llegando. Cuando al cabo de ese tiempo sospecharon que ya los bandidos se habían dado a la fuga se quitaron los pañuelos de los ojos y pudieron ver al resto de los robados. Entre los que se encontraba el Tío Juaquín, arriero de Teruel, un tal Tío Martín, de Almonacid, y alguno más hasta ocho. Al Cojo de Sastrica le habían robado en total veinticuatro duros, a otro una porción de añil que desparramaron por el suelo, y a otro una bacalada de abadejo. Todos juntos se dirigieron a hacer noche a la Venta del Portagillo, en jurisdicción de Cervera, a dos horas y media largas de jornada desde Corella.
Poco tiempo después sería robado el molino de Cintruénigo, tomando parte muy principal en la acción Manuel Fernández El Payo y otros conocidos suyos de la cuadrilla como eran los hermanos Cabecillas, El Corrucho, Sola, El Montible y El Cazuelo. Y a finales de año, ya con las primeras nieves del invierno, dieron otro golpe de mano en las inmediaciones de la Venta del Pillo, en jurisdicción de Alfaro. No olvidemos que el ventero era primo de lo famosos Cabecillas.
Cuenta Micaela Montero, más conocida en Corella por La Gordilla, que yendo un día domingo del invierno de 1817 acompañada de su marido ya difunto camino de Agreda a vender liza «y otras frioleras», se quedaron a oír misa en la Venta del Portagillo. Y que haciendo después de la misa conversación con la posadera, que se llamaba Babila, ésta les había dicho que cómo se atrevían a transitar con aquel tiempo por aquel camino cuando tanto se hablaba de los robos que incesantemente se cometían por aquellos contornos. Y que allí mismo tenía a unos arrieros que acababan de llegar a la Venta y que acababan de ser robados en las proximidades de la Venta del Pillo por unos siete ladrones que les habían asaltado cuando venían de camino.
Estaban allí los hombres, todos enfurruñados y cabizbajos, contando lo que les acababa de pasar. Y era que viniendo con las borricas cargadas de abadejo, les habían echado el alto en el camino unos siete ladrones; los habían atado y les habían amenazado con quitarles la vida si no les daban el dinero que llevaban. Pero viniendo como venían de comprar la carga era poco el dinero que les había sobrado. Y así les quitaron un fardo de abadejo y toda la ropa que portaban. Lo que no debió de satisfacer demasiado a uno de los bandidos –por la voz gangosa debía de ser El Curro—que volviéndose a sus compinches les había dicho en tono de enfado:
–Ajo, ¿aísto aimos venido?
La recriminación iría seguramente dirigida al ventero de la Venta del Pillo o al Barquero, pues los dos se hallaban también en el asalto y sería uno de los dos, sin duda, el que había dado el chivatazo para salir al paso de los arrieros.
Con el Curro se habían echado también el camino ese día El Tontera, El Viudo Corrucho, El Gualillo, el Sola y El Cazuelo. Y en Corella comenzó a circular la voz de que en casa de todos ellos comían «buenos pucheros de abadejo», dando a entender que lo habían robado.
A todo esto la justicia había ya tomado cartas en el asunto y hecho numerosas diligencias para el esclarecimiento de los hechos. De sus resultas varios de los de la cuadrilla habían sido apresados y conducidos a la reales cárceles de Pamplona. Pero cumplida la sentencia, que en la mayor parte de los casos vino a ser de seis meses de arresto mayor, o tras haberse fugado de la cárcel los bandidos volvieron todos a las andadas.
La víspera del domingo de Ramos del siguiente año de 1818 fue asaltado en los olivares de Cintruénigo un hombre de Fuentestrún que traía a vender en el pueblo una carga de abadejo. Cuando ya caía la tarde, entre dos luces, observó que junto al tercer olivo según se entraba al pueblo había apostados tres hombres de mala catadura. Al llegar a su altura uno de ellos saltó al camino; y poniéndole un cuchillo al pecho, le dijo que echase en tierra. Atado de manos con su propia faja y cubierto de una manta, lo retiraron del camino hacia los olivares; donde le registraron detenidamente diciéndole que si le encontraban dinero lo habían de dejar allí muerto. Como era poco el dinero que llevaba, tan sólo unos pocos maravedises, le quitaron un baste de las caballerías.
Por san Roque de este mismo año salen los de la cuadrilla al paso de un tal Josesón, criado de unos pañeros de Munilla, que venía de Tarazona a Haro con cuatro machos cargados de paño. Al pasar por la Venta del Pillo para Aldeanueva, siete hombres enmascarados y con armas de fuego en las manos se apoderaron de él, le taparon los ojos con un pañuelo y, llevándolo enseguida a un cercano barranco, lo dejaron tumbado boca abajo cubierto por una manta. Uno de los ladrones le pegó un culatazo con la escopeta cuando trató de resistirse; pero enseguida se otó la voz de otro que decía:
–Va, déjalo; que para matarlo cuando quiera hay tiempo.
Cuatro horas pasaron hasta que llegó la noche. Y justo un poco antes de que ésta llegara, como entre nueve  y media y diez de aquella tardeada, el criado oyó que los ladrones discutían con alguien y echaban algunos “ajos” y expresiones fuertes. Aguantó como pudo bajo la manta hasta que cesaron las voces. Y al rato, levantándose, vio que los bandidos habían desaparecido.
Fue enseguida a ver qué había pasado con sus cuatro machos y con el género que portaba. Desparramados por el suelo había bastantes recortes de paño. Dos de los machos estaban cargados, un tercero con la carga en el suelo, y el otro en pelo. Los bandidos se habían apoderado de la carga de este último y le habían además robado siete napoleones de cinco francos, una cincha, una sábana, una manta, una soga, cinco cordeles de enfardar, la escopeta, la canana, el saco de dormir, la cartera con algunos papeles y el pasaporte. Y aunque él no lo dijera, también le habían robado varias arpilleras de paño de Brabante con las que los bandidos habían de forrarse las polainas. Para la Virgen del Rosario, todos los de la cuadrilla sin excepción se habían mandado confeccionar calzones, chaquetas y capotes de aquel paño, que sabemos era anoguerado color pasa o corteza. Dice un testigo que «después de las últimas vindimias ivan todos mucho majos»; y otro afirma que fue «cuando se vendían los moscateles».
El criado de los pañeros de Munilla no llegó a verlos vestidos tan majamente; y sólo sabe describir a grandes rasgos cómo iban vestidos el día que le robaron: dos llevaban calzoncillos blancos de lienzo, otro dos calzones de lienzo tintados de morado y azul, y todos en mangas de camisa excepto uno que vestía calzones de paño pardo y chaqueta de pana negra.
Pero para cuando llegó san Miguel de septiembre y la Virgen del Rosario, que es cuando tan majamente vestían los ladrones, éstos habían dado ya otro golpe de mano. Y es que no paraban. Por san Mateo salieron a dos de Grávalos que volvían de vender unos cerdos en Cintruénigo. Iban los dos tan tranquilos cuando, al llegar a un barranco que había próximo a la Venta del Pillo, vieron que por el mismo camino se acercaba echando ajos contra su caballería el ventero Joaquín, el primo de los Cabecillas. Se saludaron sin más y no le preguntaron por qué llegaba tan enfadado. Y el caso es que los dos decidieron llegarse a una abejera próxima al camino, que estaba sin puerta, a coger unos higos que les apetecía comer. Al tiempo de entrar en la cerca de la abejera les salieron dos enmascarados con trabucos en la mano, y aún vieron a un tercero que se movía al fondo.
Total, que les robaron los cincuenta y tres duros que traían de la venta de los cerdos. Y no dicen más, sino que a nadie conocieron; y que sólo tienen algunos recelos del ventero Joaquín.
El 2 de noviembre un arriero de Urdiain que caminaba con su recua de machos desde Cintruénigo a la Barca de Castejón fue sorprendido por tres hambres con trabucos al remontar la cuesta desde la que se divisaba la barca. Dos de ellos se cubrían con mantas coloradas y el tercero con capote negro y sombrero. Uno de estatura mediana y recio de cuerpo le gritó a distancia como de un tiro de perdigones que arrojase la bolsa; pero lejos de acobardarse, el arriero se apeó de la cabalgadura, asió su carabina, y se pertrechó tras la caballería dispuesto a defenderse. Fue entonces cuando se percató de la maniobra de los tres salteadores, que se habían separado sin duda para cercarlo. Entonces salió a escape huyendo hacia la Venta de la Espartosa mientras disparaba un tiro contra los bandidos sin alcanzar a ninguno.
Y así llegamos al día de la fiesta de san Francisco Javier, 3 de diciembre. Va a ser un día importante por lo que en él suceda y porque a su consecuencia se va a llevar a cabo la prisión del que por todos era tenido «por corifeo y capitán de todos los salteadores de Corella», es decir, Francisco Monreal El Moco. Veamos qué sucede en la plaza a estas horas de la media mañana, poco antes y poco después de la misa de once. Están los hombres en corrillos vestidos de pana negra por ser día de fiesta. La noche ha sido lluviosa y aún chispea.
Dos hombres, curiosamente vestidos de labor, charlan apostados a la pared de una casa de la esquina de la plaza. Los dos son de Aldeanueva, en Castilla, donde ese día no es fiesta. Aunque uno de los dos, el más fornido, hace ya varios años que ejerce de herrero y cerrajero en Calahorra. Como son paisanos, charlan amigablemente.
El ministro de Justicia de la ciudad se acerca al herrero y le comenta al oído que «si conoce a alguien» le dé aviso. Está el herrero con un besugo en la mano y escudriña con la mirada cada grupo de hombres.
–No. No es ninguno de los que están aquí.
Todo el mundo sabe ya, en la plaza, que a ese hombre le han robado de madrugada cuando venía a la ciudad a compra garbanzos. Y que para comprar el besugo ha tenido que vender un par de zapatos que traía en las alforjas.
La noche había sido de aguada y el amanecer de nieblas. En Pozoamargo, a poco más de una legua de la ciudad, cuando el herrero llegaba a la altura de una viña cercada de tapias, tres bandidos le habían cortado el paso armados de todas armas. Vestía uno capote pardo, otro de color franciscano y el tercero se cubría con una manta vieja de rayas. Uno de los tres le había puesto una pistola al pecho y, obligándole a entrar en el cercado de la viña próxima al camino, le había hecho tenderse boca abajo en el suelo. Fue ese mismo el que le registró los bolsillos y le sustrajo los nueve duros que llevaba encima: cuatro en oro, tres en plata y diez pesetas sueltas.
Estaban los hombres esperando aentrar en misa cuando llegó a la plaza el conocido por Gualillo. Traía las alpargatas mojadas y, sospechando que pudiera bin tratarse de uno de los implicados en el robo, uno de los mozos le comentó:
–¿Del campo, u qué?
El Gualillo captó la indirecta por tratarse de día de fiesta.
–No, de andar a la caza de ánades, –respondió.
Y como después de la misa también se presentaran en la plaza el Moco y el Pastor de la Romera con las alpargatas mojadas, nadie dudó fueran ellos los ladrones.
No iban a pasar siquiera cinco días sin que los bandidos cometiesen otra de sus fechorías. Era el día de la Purísima Concepción y un pobre hombre de Valdemadera que venía conduciendo un borriquillo con una carga de vinagre se topó ya cerca de Corella con un espadador de Cintruénigo al que se conocía con el sobrenombre de el Fuentes y que se llagaba a la ciudad a cobrar una partida de cáñamo que hacía poco había vendido. El de Valdemadera le dijo que tuviese cuidado con los de Corella, porque aquella misma mañana habían asaltado a uno de Alfaro en la subida de la cuesta Nuestra Señora de Vizmanos, camino de la ermita de San Marcos, en los montes comunes.
El asaltado era conocido por el hijo del Peroncillo y había salido poco antes del amanecer de Alfaro con dirección a Tudela montado en una caballería menor. A poco más de un cuarto de legua de andada alcanzó a dos arrieros, uno aragonés y el otro un pastor de La Rioja, que seguían el mismo camino. Y todos convinieron en hacerlo juntos para mejor poderse defender de los muchos ladrones que por aquellos sitios había. Llegados al cabezo de Nuestra Señora de Vizmanos, como a dos horas de Alfaro, les salieron tres hombres con armas de fuego que les amenazaron y les obligaron a tenderse en tierra. Al Peroncillo le ataron las manos y le vendaron los ojos, y a todos los llevaron a un barranco cercano. Al arriero aragonés le deshicieron el baste de la caballería y le encontraron allí cinco onzas de oro. Al otro le robaron una merluza y la comida del día.
–Quietos ahí, –les dijeron− hasta que pasen por lo menos dos horas Estamos esperando a que lleguen otros arrieros.
Fue al día siguiente cuando, volviendo de Tudela, el Peroncillo observó que por el camino de Murchante venían dos en su misma dirección. Y pensando que serían conocidos decidió esperarlos. Pero al punto vio que otros tres les salían al encuentro. Y como sospechase que pudieran ser los mismos ladrones del día anterior, decidió seguir sólo el camino. Al llegar a Alfaro se enteró de que habían sido robados Antonio El Calderero y El Antolín.
El Antolín era de oficio alpargatero y había bajado a Murchante a por dos cargas de vino. Allí se había encontrado con el Antonio que volvía del martinete y los dos, por ser paisanos, habían decidido hacer juntos el viaje de vuelta. Cuando llegaban por el caminico de san Marcos a la Cruz del Guantero, el alpargatero le pidió la bota al calderero; y al tiempo de irla a coger de la caballería, observaron que junto a la cruz había dos hombres medio echados en el suelo que hacían un movimiento como de coger los trabucos.
–¡Ojo!, –le gritó el Antolín al calderero–. Aquellos dos de allí parecen ladrones.
El calderero cogió una escopeta que llevaba en la borrica y se previno a defenderse. Pero los dos hombres les gritaron:
–Tranquillos, que aquí no hay miedo.
Sin embargo un tercero, que estaba oculto tras unas matas, y que iba en mangas de camisa y con calzones de pellejo blancos, les salió por detrás y les echó el alto desde el cabezo.
–¡Ajo, al suelo los dos, venga!
No paraba de blasfemar y de proferir expresiones obscenas. Al Antolín le ataron las manos con su propia faja y al calderero le vendaron los ojos con un pañuelo.
–¡Al suelo,ajo!
Saltaron luego los otros dos al camino y les obligaron a retirarse a la barrancada.
–El dinero, venga!
Y les decían que por cada maravedí que les encontrasen les habían de dar una puñalada.
Se hablaba de robos a un vecino de Fitero en el puente de Corella, de otro ejecutado a unos trigueros aragoneses, de reses en los corrales y de frutos en los campos. Nada digamos de la mucha leña que faltaba de los montes de Yerga, y que se sabía la robaban los de la cuadrilla de Corella. De entre los más activos, casi todos señalan al ventero de la Venta del Pillo, de quien un testigo dice «que andaba metido en cuasi todos los robos»
Viniendo un día hacia Alfaro un pelaire de Tarazona, sería como el 18 o el 19 de diciembre de este mismo año, al llegar al punto en donde cruza el camino el agua de un arbellón, le sorprendieron dos hombres que le salieron del barranco armado el uno con escopeta y el otro con cuchillo. Lo metieron en el arbellón y tuvo que darles seis onzas de oro que llevaba en seis piezas. Buen observador era este pelaire, pues nos describe al de la escopeta como «de estatura de cinco pies y medio, edad de unos treinta años, facciones en la cara regulares, color claro aunque soleado de labrador, vestido con alpargatas finas, medias de lana color como de corteza, calzones de piel color de chocolate claro, ajustador de lienzo blanco, chupa de paño pardo, sombrero ancho y capa negra algo roya de vieja».
El último robo que se les reconoce a los bandidos corellanos fue llevado a cabo en la tarde del domingo 14 de marzo. Justamente el día anterior el Largo de la Romera, su cuñado Morín y el Pastor, se habían ausentado de Corella y pasado el Ebro por el pontón de la Barca de Castejón. Según ellos mismos manifestaron, el Pastor le había dicho al Largo que tenían la intención de salir de madrugada hacia la Venta de la Espartosa a por un cebón que «iba para la carnicería y se había quedaú canso». El Largo iba a Arguedas acompañando al Morín que iba «a buscar quiacer».
Salieron nada más echar el aguardiente bien arropados en sus capotes porque hacía cercera, y tras cruzar el Ebro por el pontón, el Largo pasó el Soto y se dirigió por el camino de Valtierra seguido a pocos pasos del Morín. El Pastor siguió recto por la Vía del Carro que dirigía a la Venta y, al llegar al sitio de las Bardenas que llamaban Los tres Hermanos, se fue a pagar dos reses que debía al criado del pastor salacenco, Moncho. El lunes, dicen, volvieron a cruzar el Ebro ya de vuelta a su casa.
Sería todo eso verdad. Pero también lo fue que como a las cuatro o cinco de la tarde habían asaltado a dos trigueros de Caparroso que venían de vender sus cargas en Corella. al llegar al sitio o legua que llamaban de Valfondo, dos hombres enmascarados y armados de escopetas se abajaron de un alto quedándose un tercero como cien pasos atrás. Apartándolos del camino, los condujeron a una trapuesta en donde los ataron con sus propias fajas y les vendaron los ojos. Lo robado era el importe de la venta de doce robos de trigo menos un cuartal, a once reales de vellón el cuartillo.
Estaba ya la justicia para estas fechas a punto de dar con todos en la cárcel, y sólo quedaba por esclarecer u robo de varias arrobas de aceite y de jabón que se había cometido el 13 el octubre del año anterior. El testimonio de un cedacero de Corella y los buenos oficios del alcalde de hijosdalgo de Los Arcos, don Aniceto Pujadas, acabarían por escarecer el hecho.
Iba este cedacero vendiendo género de feria en feria y recalaba en casi todas las Ventas. Estando el día de la Purísima Concepción en la Venta del Confite, camino de Agreda, oyó decir a unos arrieros aragoneses que días antes les habían robado en la Cuesta la Reina una carga de garbanzos. Y a principios de enero oyó también a un vidriero en la posada de Autol que le habían robado unos ladrones en los Cuatro Caminos, junto a la Cruz de piedra  entre Tudela y Alfaro.
Fue también este hombrico por Todos los Santos a la feria de Los Arcos, acompañado de su mujer, y los dos se hospedaron en casa del alpargatero Vicente Serrano que, mire usted por donde, era hermano del Curro de Corella. Y por ahí comenzó a descubrirse el pastel. El alpargatero les preguntó si no se habían topado en el camino con El Cabecilla, El Zurras y El Zurramplas.
–No, –respondió el cedacero−. No mái topáu con ellos.
–Pues ajo, −se quejó el alpargatero−, antiaer le facilité la venta de unas arrobas de aceite y de jabón, y aún no mán dáu la parte que me tocaba.
De vuelta ya para Corella, en la venta de Lodos, el matrimonio se encontró con El Maño y con su mujer La Cuca, también de Corella, quienes le dijeron que a los tres mozos los habían visto con tres borricas cargadas de pellejos cuando subían a la feria y luego con las tres borricas sin carga camino de Lerín. Eso era todo. Y por el hilo se sacó el ovillo.
Poco a poco irán cayendo todos en manos de la justicia. El 1 de abril de 1819 son apresados el Largo de la Romera, el Morín y el Pastor, el 6 el Payo y el 7 José Sola. Tras un intento de fuga de la cárcel de Corella, el 17 son todos trasladados a las reales de Pamplona juntamente con el Moco y el Marmitón que habían sido apresados con anterioridad.
El 1 de mayo caen el Barquero y el Cazuelo. y el 14 son declarados prófugos el Montible y los tres Cabecillas; de quienes da la justicia las siguientes señas particulares:
Manuel Rodriguez: estatura regular, grueso de cuerpo, muy poblada y cerrada la barba, el pelo de la cabeza claro y algo calvo por delante, los ojos garzos y tristes, su vestir paño pardo y la edad de treinta y cuatro a treinta y ocho años.
Xabier Rodriguez: estatura como seis pies, color moreno cetrino, pelo claro negro, ojos garzos y tristes, su vestir paño pardo, de treinta a treinta y cuatro años.
Joaquín Rodriguez: estatura regular, barbilampiño, los ojos azules y tristes, de veinticuatro a veintiocho años y el vestir de paño pardo como los anteriores. (Era el ventero de la Venta del Pillo).
Antonio Arnedo, alias Montible: bien parecido, muy alto y recio, pisa ancho, ojos azules, mirar modesto, abultado de cejas, pelo castaño oscuro, edad de veintiséis años.
Los cuatro serían al poco tiempo apresados mientras esquilaban en un pueblecillo del valle de Ansó.
El 9  de junio son apresados el Gualillo y el Tontera, y al día siguiente el Calabaza y el Tuerto de Crisanto.
La Real Corte dictó sentencia el 12 de noviembre condenando al Moco, al Montible y a José Sola a ocho años de presidio en el Peñón de la Gomera. El Curro, el Barquero y el Corrucho Viejo serían condenados a seis años, el primero en el Peñón y los dos últimos en Melilla. A seis años de presidio en Ceuta fueron condenados el Pavo, el Gualillo, el Morín y el Pastor de la Romera. A cuatro en Melilla el Marmitón, y en Ceuta el Tontera, el Calabaza y el Cazuelo. El Tuerto de Crisanto sería condenado a dos años en la ciudadela de Pamplona, donde a poco había de morir.



NOTA
Esta es la trascripción de un capítulo del libro Bandidos y salteadores de caminos. Historias del bandolerismo navarro del siglo XIX, cuyo autor es Fernando Videgáin Angós. Publicado en 1984, se puede encontrar en 40 bibliotecas públicas de Navarra, pero no en la de Corella.


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