2017/11/14

PEDRO ARELLANO SADA

El movimiento euskaltzale del primer tercio del siglo XX en Nabarra, tuvo también su reflejo en la Ribera. Representante de esta inquietud fue el ablitero Pedro Arellano Sada que publicó en el “Anuario de Eusko-Folklore” del año 1933 el artículo Folklore de la merindad de Tudela. En aquel artículo se recogen elementos del habla, los juegos y las danzas de los pueblos más meridionales de la Ribera. En él afirma: "El ya floreciente Renacimiento de la Cultura Vasca ha encontrado eco en aquel apartado rincón del País, y hay personas que se preocupan en recoger y conservar el espíritu del pueblo que lo habita. Aquí os expondré mi modesta contribución a estas tareas".

Fue Pedro Arellano una persona excepcional (1). Nació en Ablitas en 1897, de familia humilde y a los trece años tuvo que dejar la escuela, para dedicarse al trabajo del campo. Realizó los trabajos típicos del jornalero ribero y como a muchos braceros le tocó marchar a segar a la Montaña o a Soria (2), e incluso llegó a trabajar abriendo la vía del ferrocarril en Andoain. A los dieciocho años consiguió matricularse en Zaragoza y realizar los estudios de magisterio, gracias a la ayuda de un particular de Ablitas. Tras trabajar en diversos lugares volvió a matricularse en la Universidad de Zaragoza, cursando la carrera de Historia, que finalizó el año 1929. Siguió trabajando de maestro, siendo destinado a Salinas de Añana. La estancia en este pueblo alavés le dio ocasión de preparar el trabajo ”Salinas de Añana, a través de los documentos y diplomas conservados en su archivo municipal”, publicado por la Revista Universidad de Zaragoza. Al año siguiente volvió a la Ribera, ejerciendo de maestro en Castejón. Colaboró en esta época en el periódico La voz de Navarra, donde publicó algunas poesías. Tuvo amistad con J. M. Barandiarán y el P. Donostia, con el que colaboró, con su hermano Félix, para la recopilación de algunas melodías populares. En la presentación del “Anuario de Eusko-Folklore” del año 1933, Barandiarán hace la siguiente reseña de los trabajos del “Laboratorio de Etnología y Eusko-Folklore”: “Un gran acontecimiento en el campo de la Etnografía vasca fue la celebración de los cursillos de verano en Vitoria a principios del mes de Septiembre, organizada por la Sociedad de Estudios Vascos. Gran parte de las materias tratadas en ellos era de folklore vasco. En este ANUARIO publicamos una de aquellas lecciones explicadas por nuestro colaborador D. Pedro Arellano”.

Aquel artículo de 68 páginas, que en principio era sólo el comienzo de una tarea que tenía previsto continuar, ha resultado fundamental para conocer una parte del folklore de la Ribera que de otra forma se hubiera perdido en el olvido.

Escribe en una Advertencia preliminar: ”No se trata aquí de hacer un estudio completo del folklore de esa región; cosa imposible de realizar por ahora, ya que la riquísima cantera está tan sólo comenzada a explotar. No obstante trataré de dar, a través de los datos recogidos, una visión lo más completa posible de los caracteres folklóricos de aquella comarca. La labor, pues, no ha hecho más que iniciarse; pero existiendo el decidido propósito de continuarla, y contando con la valiosa ayuda y las sabias orientaciones del Laboratorio de Eusko Folklore, poco a poco irán saliendo a la luz otros trabajos sobre el mismo tema que, en definitiva, completarán y abarcarán completamente su contenido”.

Pero para entonces estaba ya Pedro Arellano con un pie en Euskal Herria y otro en Cataluña, a la que tuvo que trasladarse por motivos laborales al ingresar, por oposición, en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos en 1931. “Una nueva etapa comenzaba para su vida. Se llevaba de su Navarra natal la dureza de sus años mozos, la fortaleza de su espíritu, la música popular, el folklore -cantaba la jota de la Ribera como los buenos-, su conocimiento del vasco, su ya naciente familia numerosa”, se relata en una nota necrológica publicada en la revista Biblioteconomía, a su muerte (3). La dedicación a su nueva profesión, la situación social y política emanada de la guerra, etc., truncaron la labor que se había propuesto, pero no su amor a su tierra y al euskera (4).

Notas:
(1) Ver una semblanza más completa en ARANA PALACIOS, JESUS, “Pedro Arellano Sada. Un bibliotecario navarro en Cataluña”, en CEEN, nº 68 (1996), pp. 191-211.

(2) En su trabajo sobre el Folklore de la Merindad de Tudela dice “suelen acudir algunos jornaleros de estos pueblos de la Merindad, a realizar esa faena (la siega)”, y describe una costumbre singular que practicaban al pasar por el pueblo de Agreda: “Antes de llegar al pueblo, la carretera alcanza la altura de una sierra, y en el punto en que se inicia el descenso, existe un montón de piedras al que denominan La Salve. Todos, al pasar ante él, cogen una piedra del suelo y la arrojan al montón rezando una Salve. Lo propio vuelven a repetir en otra Salve situada más arriba de Agreda, en lo alto de la sierra que sirve de divisoria a las aguas del Ebro y el Duero”. Una costumbre similar documenta J. Mª Satrustegi en el dolmen de Elormenta, en “Haitzuloetako Euskal Mitologia”, CEEN, nº 68 (1996), p. 168.

(3) MATEU Y LLOPIS, ANDREU, “Pedro Arellano y Sada (3 agosto 1897 - 19 marzo 1959)”, en Biblioteconomía, nº 49, (1959), pp. 33-39.

(4) ARANA PALACIOS, “Pedro Arellano Sada”, p. 198: “También dice (Mateu y Llopis) que se llevó de su tierra natal su conocimiento del vasco, extremo éste que no he podido confirmar, aunque según confesión personal de una de sus hijas, a Arellano le gustaba emplear en su casa con sus hijos expresiones en euskera”.

2017/10/19

FITEROKO 4 HARRIBITXI
















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2017/10/17

¿DE QUIÉN SON LAS IGLESIAS DE CORELLA?


 

LAS IGLESIAS DE SAN MIGUEL Y DEL ROSARIO Y LA ERMITA DEL VILLAR, PATRIMONIO PÚBLICO DE CORELLA.

 

 

“En la villa de Corella y en la cassa y sala del concejo della, domingo a treze dias del mes de mayo de mill y seiscientos y siete años ante mi el escribano y testigos abajo nombrados fueron y se allaron presentes juntos en su concejo general los alcaldes y regidores y vezinos de la dicha villa abiendo seydo llamados a repique de campana segun que lo tienen de usso y costumbre…”. Así comienza un documento notarial que podemos consultar en el Archivo General de Navarra y que forma parte de la documentación relativa a un gran pleito que a principios del siglo XVII enfrentó a las merindades de Navarra con motivo del pago de una serie de impuestos llamados cuarteles y alcabalas. Encabezo con él estas líneas porque nos sirve de ejemplo de los usos civiles que las iglesias han tenido a lo largo de los siglos. En este caso vemos que los alcaldes y regidores del concejo, lo que hoy llamaríamos alcalde y concejales del Ayuntamiento, más el conjunto de los vecinos de la villa, son convocados a una asamblea o concejo abierto con un repique de campanas, como era la costumbre, para tratar de los asuntos económicos del momento. Y es que las campanas de las iglesias han sido durante siglos una especie de centro de comunicaciones que avisaban, convocaban, informaban, etc., a la comunidad ciudadana para asuntos tanto civiles como relacionados con el culto, tal como, ya de una manera más limitada, hemos llegado a conocer los que hemos oído tocar a quema, a nublado, a mortichuelo, etc.

Y esto era así porque las iglesias eran patrimonio público que los pueblos se encargaron de construir y mantener con la aportación y el esfuerzo de todos los ciudadanos, ya fuera por libre voluntad o por obligación. Respecto al conjunto de Navarra la Plataforma de Defensa del Patrimonio Navarro ha explicado a través de su portavoz Pedro Leoz Cabodevilla, que las iglesias, ermitas y otros inmuebles que está escriturando la Diócesis navarra fueron «construidos y amueblados por los pueblos, que ejercían el patronazgo de los mismos por medio de sus concejos y ayuntamientos», constatando que su utilidad no era sólo religiosa, puesto que «en estos lugares se elegía el Ayuntamiento, se reunían las asambleas o batzarres vecinales, se enterraba a los muertos, avisaban al pueblo con las campanas, etc. Campaneros, almosneros, sacristanes y clérigos eran elegidos por el pueblo. Existen infinidad de acuerdos municipales en los que se decide, se contrata y se paga la construcción o arreglo de las parroquias, ermitas, casas curales y cementerios, así como la adquisición de retablos, capillas, sagrarios, etc.». La Plataforma propone consultar los archivos municipales para comprobarlo. En el caso de Corella este trabajo ya lo tenemos hecho, pues lo realizó José Luis Arrese y lo dejó reflejado en el libro Arte religioso en un pueblo de España[1].

La figura de Arrese es suficientemente conocida, creo, por los lectores, por lo que no me detendré a glosarla. Únicamente quiero hacer una observación sobre su faceta de historiador, que es aquí la que nos interesa, dejando aparte sus facetas de político o arquitecto. Se puede decir que José Luis Arrese no es un historiador en el pleno sentido del término, porque su formación académica se encaminó hacia otras disciplinas, pero no sería menos cierto decir que fue un historiador vocacional que desde joven demostró afición y cualidades para el ensayo histórico como lo demuestran sus artículos publicados en la revista de cultura vasca Euskalerriaren Alde entre los años 1927 y 1931[2], dos de los cuales fueron premiados por la citada revista que era dirigida por renombrados intelectuales y eruditos de la época como Arturo Campión, Julio de Urquijo, etc. De cualquier manera el gran mérito de Arrese en su labor historiográfica es que, por su posición y por su interés, tuvo acceso a una ingente cantidad de archivos y documentación. Esta circunstancia hace que la obra historiográfica de Arrese, a pesar de estar superada en cierto sentido, tenga que ser todavía tenida en cuenta a la hora de explorar nuestro pasado, como sucede por ejemplo en la reciente obra sobre Corella que Pilar Andueza y Esteban Orta han publicado en la colección Panorama editada por el Gobierno de Navarra.

Su dedicación a la historia local de Corella quedó reflejada en varios libros, entre los que se pueden citar como más importantes De arte y de Historia, Colección de Biografías locales y el citado Arte religioso en un pueblo de España. En este último, que conoció su primera edición en 1963 y una segunda en 1989 Arrese se propuso reflejar la historia de las iglesias, conventos y ermitas de Corella y dar cuenta de todas las obras artísticas en ellas reunidas. Para ello consultó un volumen ingente de documentos, en su mayor parte procedentes del Archivo Municipal. Este dato ya es interesante por sí mismo, porque nos aporta un indicio claro del carácter municipal de estos edificios. No puedo menos que mencionar algunos de los documentos citados a lo largo del libro:

-Libro de Cuentas Antiguas del ayuntamiento. Este es un conjunto de 600 o 700 folios encuadernados en pergamino que recogen los gastos e ingresos del concejo entre los años 1400 y 1525 aproximadamente, aunque no están ordenados cronológicamente[3].

-Archivo Municipal, legajo 53, en el que se recogen, entre otros, los documentos “Recopilación de algunas noticias y memorias pertenecientes a las iglesias”, “Puntual Istorial noticia sobre los diezmos y parroquialidad de la Ciudad de Corella, desde el año de 1304 hasta el de 1539”, y “Estatuto de los Beneficios” del año 1567[4].

-Legajo de “papeles extravagantes de las iglesias”[5].

-Legajo de “escrituras originales tocantes a las iglesias”[6].

-Legajo de “escrituras copiadas de las iglesias”[7].

-Libro de Cuentas de la Primicia[8].

-Libro de la recepta de 1569[9].

Además son consignados los protocolos notariales donde aparecen contratos, convenios, etc., relacionados con las obras de construcción, reparación o ampliación de las parroquias.

Siguiendo una buena práctica historiográfica Arrese consigna todas las fuentes utilizadas, lo cual puede facilitar a cualquier investigador acudir a ellas y contrastarlas. Aquí voy simplemente a seguir la exposición de Arrese sobre la historia de las iglesias de Corella, ciñéndome a las parroquiales de San Miguel y el Rosario y a la ermita del Villar, porque el discurso de Arrese demuestra por sí mismo que estas Iglesias han sido y son patrimonio público de Corella, tal como afirmamos en el título de este artículo, aunque en el caso de San Miguel el devenir histórico en sus primeros siglos es un poco complejo.

La primera documentación sobre la iglesia de San Miguel data del año 1304. En los siglos anteriores, transcurridos desde la conquista de la Marca Superior de Al-Andalus por el rey de Pamplona y Aragón Alfonso I el Batallador, con ayuda de cruzados francos y normandos, en concreto desde el año 1119 en que se fecha la conquista de Tudela y su entorno, la pequeña villa realenga de Corella irá creciendo poco a poco a partir de un núcleo autóctono, probablemente mozárabe en gran parte, incrementado su población con aportes de gentes procedentes de la Zona Media de Navarra principalmente y con familias judías. Este periodo ha dejado escasa documentación y sólo podemos suponer que existió una iglesia extramuros de la villa, tal vez aprovechando un antiguo torreón, que sería el antecedente de la actual iglesia de San Miguel. Esto, ya digo, es meramente especulativo porque no han quedado documentos de la época que nos aporten más datos. Un topónimo medieval[10], río Baselcas, ha llamado la atención porque parece evolución con fonética mozárabe de un primitivo Basílica, lo cuál puede hacer mención a una antigua capilla o iglesia.

Llegamos pues al año 1304, fecha de la primera noticia sobre la parroquia de San Miguel. En este año la reina Juana de Navarra casada con el rey de Francia Felipe el Hermoso hizo donación de la iglesia parroquial de Corella, de la que los reyes eran patronos en exclusiva por ser los señores de la villa, al Priorato de San Marcial de Tudela. Esto quiere decir que pasó de ser patrimonio real, lo que es tanto como decir patrimonio del Estado navarro, a ser propiedad de un señor feudal, en este caso el Prior de la Orden de los religiosos Premostratenses, Guido de Grandimont. Los reyes donaban la iglesia “con todos sus frutos, réditos, diezmos, derechos y demás pertenencias”[11] y esta situación duró hasta el año 1420 en que el rey Carlos III el Noble decidió la supresión del Priorato y la adjudicación de sus rentas, mitad al deanato y mitad al cabildo catedralicio de Tudela.

A partir de ese momento se produjeron un sinfín de pleitos puesto que los corellanos reclamaban que al desaparecer la abadía de San Marcial habían vuelto con todos sus derechos ”justa y legítimamente a la Corona Real”[12]. El conflicto debió de tomar por momentos bastante virulencia puesto que, aunque Arrese no detalla los sucesos acaecidos, nos cuenta que “poco después de 1450 Corella se rebeló otra vez y entonces fue excomulgado el pueblo entero”[13]. Los pleitos duraron todo el S. XV, que como se sabe fue un siglo convulso en el que Corella estuvo a punto de desaparecer pues en 1429 se produjo el incendio, saqueo y destrucción de la villa por parte de los castellanos. No hay constancia de si el edificio parroquial fue derruido o no pero la intención del rey de Castilla era que Corella se convirtiera en un despoblado para que los lugares de su reino, en especial la villa de Alfaro, “oviese mas anchura para sus labranzas y ganados”[14]. Arrese afirma que sobre las ruinas del incendio se construyó un recinto parroquial que se levantó con prisa y con modestia, pero en cualquier caso no queda ningún vestigio de aquella época.

Los conflictos internos del reino también tuvieron su reflejo en la situación de la parroquia que pasó por vicisitudes extrañas pues en 1461 el rey Juan II hizo donación de la iglesia parroquial a mosén Pierres de Peralta, jefe del bando agramontés, aunque tal donación duró poco pues fue inmediatamente impugnada por el deanato de Tudela que se consideraba propietario de la iglesia por haber heredado los bienes que fueron de la desaparecida abadía premostratense de San Marcial. Pero los corellanos no cejaron en su empeño y mantuvieron sus aspiraciones añadiendo a su estrategia a partir del año 1534 la voluntad de construir una nueva parroquia, voluntad que también fue combatida por el Cabildo de Tudela, que de todas maneras ya no pudo impedir que el deseo de los corellanos de ser patronos de sus iglesias se hiciera realidad.

Por un lado la concepción feudal de la sociedad se iba resquebrajando y dando paso a nuevas ideas y por otra parte Corella había adquirido categoría de villa importante con un peso específico dentro del Reino. Su condición de población fronteriza le había acarreado por un lado no pocas zozobras por los conflictos con Alfaro y Castilla pero también le había valido el apoyo de los reyes que le fueron concediendo sucesivos privilegios por su aportación a la defensa del Reino. Ya en 1369 la reina doña Juana le dio el privilegio de tener alcalde perpetuo. En 1416 el rey Carlos III le hizo donación de la jurisdicción del poblado y términos de Araciel, destruido por los castellanos. El mismo rey un año más tarde le concedió el privilegio de poder celebrar feria anual los seis primeros días de septiembre. En 1471 la princesa Leonor le concedió el privilegio de ser incluida entre las “buenas villas” del Reino, con derecho a asiento en las Cortes de Navarra. Tras la conquista e incorporación a la Corona de Castilla, la situación fronteriza hizo que el comercio entre los dos reinos, legal y/o ilegal, rindiera pingües beneficios, lo que unido a la riqueza agrícola y ganadera de la comarca, propició una explosión demográfica, pasando de las trescientas familias que la poblaban a principios del siglo a más de ochocientas a finales, unos 3.500 habitantes. Su pujanza económica y demográfica permitió a la villa comprar el título de Ciudad en 1630, y de esa manera zafarse de la jurisdicción del merino de Tudela.

Así que después de más de un siglo de pleitos y conflictos, excomunión general incluida, se llegó a una concordia en 1558 y a una nueva situación, ya definitiva que quedó reflejada en un documento de 1567 conocido como “Estatuto de los Beneficios”, en el cual se consigna de un modo absoluto el patronato de las parroquias a favor del Ayuntamiento, y se le reconoce el derecho de presentación de sus dos vicarios y catorce beneficiados estableciendo que sean hijos de la localidad y pierdan el cargo si dejan de residir más de sesenta días en el pueblo, entre otras condiciones. Esta declaración fue confirmada posteriormente por el Papa Paulo V. Además sirvió de base jurídica para posteriores pleitos, pues a raíz de uno que entabló contra la ciudad una familia aristocrática a cuenta de unos retablos de la iglesia del Rosario la Corte de Pamplona dictó sentencia en 1665 afirmando que el Ayuntamiento era el patrono único “sin que por ningún modo, causa o razón, ninguna persona eclesiástica ni seglar no haya tenido, tenga ni pueda tener, adquirir y pretender  ningún género de propiedad ni de posesión”[15].

En el “Estatuto de de los Beneficios” se afirma también que “nuestros antecesores (…) procuraron de fundar, ampliar, y dotar la iglesia antigua del Señor San Miguel”[16]. Estos tres verbos resumen perfectamente las tareas del patronato municipal sobre las iglesias. Anterior a la fecha de 1567, sólo queda constancia de una ampliación realizada a finales del siglo XV, cuando el pleito con el cabildo de Tudela estaba al rojo vivo, consistente en adosar al edificio antiguo unas capillas sufragadas por el Ayuntamiento y por familias aristocráticas de la villa. Pero a partir de esa fecha y a lo largo de los siglos XVII y XVIII se realizarán toda una serie de obras contratadas y pagadas por el Ayuntamiento que darán a la iglesia de San Miguel su fisonomía actual. En toda la documentación se observa que es el Ayuntamiento el único que decide lo que hay que hacer y los vicarios o las autoridades eclesiásticas dirigen sus peticiones o sus sugerencias al Ayuntamiento, que unas veces las atiende y otras veces no.

Así, en 1573 el Ayuntamiento de Corella contrata con el maestro cantero Cristóbal de Alduain la construcción de la sacristía. Este es el vestigio arquitectónico más antiguo que se conserva.

La construcción de la torre se contrató con Pedro de Corta en el año 1593 pero la obra fue un tanto complicada puesto que éste falleció ese mismo año y la obra fue continuada por otros constructores que al parecer no eran tan expertos, de modo que el ayuntamiento tuvo que realizar una serie de requisitorias y requerimientos notariales para que las obras se ajustaran a la forma y plazos contratados. El Ayuntamiento se mostró remolón en los pagos y tal vez con razón porque para 1628 habían aparecido ya unas grandes y amenazadoras grietas. Aunque el Ayuntamiento anunció con premura la subasta de las obras de reparación, éstas duraron bastante, pues no se dieron por finalizadas y se terminaron de pagar, tras informe favorable del arquitecto tudelano Juan de Urcola, hasta 1632. No habían transcurrido seis meses, cuando el 24 de febrero de 1633, el día de San Matías como recuerda la tradición, se hundió por completo la torre arrastrando parte de la cubierta y ocasionando la muerte del campanero y su hija, que dormían allí.

La reconstrucción hubo de acometerse inmediatamente y costó al Ayuntamiento más de 6.000 reales. La marcha de estas obras puede seguirse con todo detalle, según dice Arrese[17], en el Libro de Cuentas de la Primicia del Archivo Municipal.

También puede seguirse la importante ampliación que se hizo entre 1643 y 1649. En este caso parece que se hizo una nueva cimentación sin tener muy claro el proyecto completo puesto que en 1644 reunido el Concejo con el pueblo «todos unánimes y conformes dixeron que se continue y prosiga la fabrica que esta principiada en dicha iglesia conforme a los cimientos que están hechados asta que se acabe como más conbenga»[18]. Estas obras fueron encargadas unos días después de la reunión a Domingo de Osabiaga y Esteban de Echevarría. Acabada la obra de albañilería propiamente dicha salieron a subasta las obras de decoración interior, pintura, etc. Una vez cancelada esta ampliación se procedió a encargar el empedrado con piedra menuda “de la plaza y puerta nueva de S. Miguel”[19].

Treinta años después, en 1679, el vicario de la Parroquia, D. Jerónimo de Asiain, solicitaba al Ayuntamiento, como patrono de la iglesia, “toda su autoridad para reparar la ruina que esta amenazando  a los pies de la iglesia del arcángel S. Miguel por la parte que ocupa el coro”[20]. El Ayuntamiento nombró a unos albañiles para que informaran de la parte denunciada e hicieran un presupuesto para su reparación. El Ayuntamiento conforme a aquel informe sacó la obra a subasta, que se adjudicó a Pedro de Aguirre, el cual la realizó puntualmente siendo reconocida para su aceptación y pago por dos peritos nombrados al efecto, uno por el Ayuntamiento y otro por el constructor.

La tercera y más importante ampliación de S. Miguel tuvo lugar entre los años 1696 y 1707. Para pagar estas obras, cuyo presupuesto se estimaba en 5000 ducados, se pidió autorización para gravar con medio almud de trigo a cada robo que se moliera, por todo el tiempo que fuera preciso, pero el Real Consejo sólo autorizó este gravamen por cinco años, se acordó solicitar la implantación de un canon o sisa por cada libra de carne. Obtenida en 1697 la autorización del Real Consejo para iniciar las obras se vio la necesidad de ocupar un edificio contiguo con graneros y lagares que había quedado en manos de la Colegial de Tudela. Se entabló pleito en los Tribunales pero al final se llegó a un convenio amistoso, según el cual el Ayuntamiento se comprometía a edificar una nueva Abadía, que finalmente se decidió construir en el barrio verde junto a los muros de la ciudad (de donde le viene el nombre a la placeta Abadía), gastando para ello el Ayuntamiento 9.353 reales.

Continuaron las obras y cuando aún se estaba pintando la cúpula se decidió una nueva ampliación que duró de 1712 a 1721. En esta época se construyeron las dos torres de la plaza S. Miguel tal como las conocemos hoy en día, en sustitución de la que asomaba a la calle de la Reja y tantos disgustos ocasionó. Según las cuentas que rindió al Ayuntamiento D. Agustín de Sesma como intendente de las obras se gastaron en estos años más de 50.000 reales, aunque hay que precisar que alcanzaron también a la construcción del retablo mayor, a la decoración general de la empresa y a la confección de la corte de ángeles colocada en la cornisa de la cúpula. También, como detalle curioso, el Ayuntamiento tuvo que expropiar un trozo de corral de José Miñano, que se oponía rotundamente a que se lo cogieran.

Precisamente la cúpula tuvo que ser reconstruida en 1761 por amenazar ruina. En ese año vemos al Ayuntamiento reunido con la Veintena, puesto que a mediados de siglo habían sido abolidos los concejos abiertos, eligiendo entre dos diseños y presupuestos presentados por sendos constructores. Los reunidos acordaron escoger el más barato.

En años posteriores se realizaron distintos trabajos de decoración y en 1777 se acometió la ornamentación de la fachada principal. A finales de siglo aún hubo que realizar distintas labores de apuntalamiento de las torres, que costaron 30.000 reales. Estas obras las realizó Juan José Arijita, alias el Calaurria, que fue el primero, según Arrese, de una estirpe corellana de maestros de obra y que murió en 1802 “de una caída de un andamio que estaba trabajando”[21].

Vemos pues que a lo largo de tres siglos el pueblo y el ayuntamiento de Corella tuvieron que bregar fuerte para construir la iglesia de San Miguel que hoy conocemos, quitándose para ello el pan de la boca, de buena voluntad o a la fuerza.

La historia de la iglesia del Rosario es menos dilatada que la de San Miguel pero responde a los mismos parámetros, con la particularidad de que disponemos de toda la documentación relativa a su fundación, ampliación y dotación. En 1534 Corella solicitó al obispo de Tarazona autorización para construir una nueva parroquia aduciendo que la población había crecido de tal manera que la parroquia de San Miguel no era suficiente para atender a todos. Al año siguiente el Cabildo respondió a la petición concediendo licencia para erigir una nueva parroquia en el paraje del Mercado y bajo la advocación que los corellanos quisieran. Pero la Colegial de Tudela se opuso y se sucedieron los pleitos, las apelaciones, las bulas, etc., hasta la concordia de 1558 de la que ya hemos hablado y la declaración inamovible del patronato municipal de las parroquias de Corella consignada en el “Estatuto de de los Beneficios”. Según Arrese a pesar de esa situación de inseguridad jurídica la nueva iglesia se construyó entre los años 1535 y 1546. En principio debió de tratarse de un templo pequeño. En 1567 se comenzó a construir la torre, que como la de S. Miguel habría de dar bastantes problemas, pues hasta 1643 el Ayuntamiento tiene que sacar a subasta y contratar sucesivas reconstrucciones, demoliciones y reparaciones hasta que en dicho año se pone remate a la obra con “una bola vidriada” terminada en una cruz forjada.

Fue en el siglo XVII cuando se hizo la gran ampliación que dio el porte actual a la iglesia, aunque propiamente podemos hablar de una reconstrucción pues se procedió a derribar la antigua y construir una nueva. En 1648 en un acuerdo municipal ya se habla de la necesidad de la nueva ”fábrica” de la iglesia y cinco años después, en 1653, “reunido el pueblo en el Ayuntamiento”[22] decidió hacer de nuevo la parroquia del Rosario para que tuviera la categoría que requería “una ciudad del lustre y población della” . Para obtener el solar adecuado hubo que comprar seis casas (anteriormente se había tenido que trasladar “el horno del Mercado”) y se contrataron varios arquitectos, hasta que la traza de la nueva iglesia estuvo a satisfacción de los “señores del Regimiento”[23].

Tras “derribar y excombrar la iglesia biexa”[24] comenzaron las obras en 1659 y terminaron en 1671, celebrándose con motivo de su inauguración grandes fiestas populares, pero la obra quedó defectuosa y apenas acabada la reconstrucción total, ya presentaba grandes y profundas grietas, y hubo que proceder a obras de reparación entre los años 1674 y 1676. Posteriormente amenazó ruina la cúpula o media naranja que fue reconstruida en 1696, aunque la solución no fue definitiva porque en 1714 hubo que proceder a su demolición y sustitución por una bóveda ciega.

Los detalles de los contratos y las cuentas de todas estas obras las consultó Arrese en los archivos notariales de Corella y el Libro de Cuentas de la Primicia, y en el relato de ellas vemos siempre al Ayuntamiento subastando, contratando y pagando las obras, solicitando informes, solicitando permiso al Real Consejo de Navarra para gastar el presupuesto, requiriendo que se cumplan los plazos, etc. El Ayuntamiento no se plegaba necesariamente a las autoridades religiosas. En 1675 el obispo de Tarazona propuso diversas modificaciones en las obras para construir el coro pero el concejo no estuvo de acuerdo con sus sugerencias y acordó construir un coro alto. En 1751 el Vicario y los beneficiados de la iglesia dirigieron un memorial al Ayuntamiento como patrono de ella para que autorizase la construcción de un coro bajo, pues las escaleras del coro alto les resultaban “penosas”, el Ayuntamiento les concedió permiso si lo pagaban ellos, pero como no se hizo, posteriormente se negó a ello.

Las obras también recibían aportaciones voluntarias como vemos en un presupuesto sobre las reformas de 1696 en el que se decía que las obras saldrían por “más de 2000 ducados para materiales y manos, sin contar con la limosna que muchos azen de acarriar el ieso y ladrillos y los demás materiales”[25]. También había donaciones de las gentes pudientes, y a este respecto son famosas las que realizaron los Aguado a la iglesia del Rosario. En este sentido es significativo el detalle de que el 6 de agosto de 1762 se hizo entrega solemne “en el Ayuntamiento”[26] del regalo de un gran palio con varas de plata.

El Ayuntamiento como patrono también les sacaba un rendimiento a las iglesias con la venta de capillas y de sepulturas. Algunas capillas se vendían a las familias más pudientes y allí estas familias erigían sus retablos y tenían sus fundaciones de misas, etc. Los retablos mayores y los de las capillas que no eran de particulares pertenecían al Ayuntamiento, o como se dice en un documento de 1611 “son de la villa”[27].

Además de las iglesias parroquiales el Ayuntamiento era patrono de diversas ermitas. A destacar por su importancia simbólica la ermita del Villar. La ermita actual se empezó a construir en 1625. Las obras se hicieron en dos etapas 1625-1643 y 1674-1697. Todo el proceso de la obra se puede seguir en las cuentas de mayordomía que han quedado registradas en los protocolos notariales. El cargo de mayordomos era un cargo de carácter honorífico que recaía en personas de la élite social y que llevaban la administración de los gastos, dando cuenta al Ayuntamiento, según dice Arrese “de vez en cuando”[28]. Las obras se hicieron en etapas sucesivas correspondientes a cada uno de los oficios que intervinieron: cimentación, albañilería, tejados, decoración, solado y obras complementarias de campanario, sacristía y casa del ermitaño. Arrese, como en las otras iglesias va dando cuenta de los nombres de los constructores, Domingo de Aroche, Martín Cristóbal, Esteban Echevarría, etc. haciendo pequeñas semblanzas de ellos, y va describiendo el proceso y las diversas vicisitudes acontecidas, como subastas, adjudicaciones, certificaciones de obras, requisitorias (por ejemplo en 1637 se requirió a los constructores que derribaran una parte considerada defectuosa y la volvieran a construir), etc., como en cualquier obra municipal.

Durante los siglos XVII y XIX la ermita cambió poco su fisonomía, aunque en un documento de 1778 se dice que los miembros del Ayuntamiento “informados de que en dicha basílica hay algunos reparos que azer...”, acordaron delegar en el alcalde para hacer las obras precisas y comprar dos coronas de plata para las imágenes de “Ntra. Sra. y su Santo Niño”[29].

Hubo también otras ermitas de patronato municipal, pero no nos vamos a extender más. Solamente citar una afirmación muy gráfica a propósito de la antigua ermita de  San Francisco, situada junto a la puerta “que dizen de tudela”, cuando los vecinos del Barrio Bajo y la Peñuela solicitaron permiso para arreglarla en 1673 el Ayuntamiento se lo concedió pero dejando claro que tenía que ser “sin que los suplicantes puedan adquirir en ella derecho alguno de propiedad ni posesión sino que esta ciudad haya de ser la patrona única de ella”[30].

Símbolo de este patronato son los escudos de Corella que se ven todavía en las fachadas de San Miguel y del Villar, y que en el caso del Rosario a causa de la remodelación moderna de la fachada, se encuentra en la casa n. 2 de la Plaza del Mercado[31], así como los muchos escudos municipales que decoran los distintos retablos mayores y otros. Como en el caso de la casa consistorial, estos escudos no son meros adornos, sino que nos dicen que esos edificios son edificios municipales[32].

 

 

 

Corella, 2009

 

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NOTAS:


[1] Arrese; José Luis: Arte religioso en un pueblo de España. CSIC, Madrid, 1963. Citaremos por la segunda edición, editada por la Fundación Arrese en 1989, en adelante ARPE.
[2] Le publicaron una poesía titulada “La noche de Navidad” (nº 288) y tres artículos de tema histórico: “Los vizcaínos en Lanzarote” (nº 284), “Las fechas antiguas, frecuentes equivocaciones” (nº 289-290) y “Oña y las Iglesias de Bizkaia : documentos inéditos sacados del Archivo Histórico Nacional” (nº 314). Los dos primeros, presentados al V Certamen Literario de la Revista, obtuvieron sendos premios de 50 y 25 pts.
[3] Vgr. ARPE, pág. 51
[4] Vgr. ARPE, pág. 38, n. 12
[5] Vgr. ARPE, pág. 39
[6] Vgr. ARPE, pág. 175
[7] Vgr. ARPE, pág. 216
[8] Vgr. ARPE, pág. 178
[9] Vgr. ARPE, pág. 179, n. 10
[10] Citado en Michelena, Luis: “Notas lingüísticas a <>!, Fontes Linguae Vasconum, n. 1, Pamplona, 1969.
[11] ARPE, pág. 37
[12] ARPE, pág. 39
[13] ARPE, pág. 39
[14] ARPE, pág. 48
[15] ARPE, pág. 216
[16] ARPE, pág. 59
[17] ARPE, pág. 64
[18] ARPE, pág. 66
[19] ARPE, pág. 68
[20] ARPE, pág. 68
[21] ARPE, pág. 78
[22] ARPE, pág. 181
[23] ARPE, pág. 182
[24] ARPE, pág. 183
[25] ARPE, pág. 192
[26] ARPE, pág. 253
[27] ARPE, pág. 161
[28] ARPE, pág. 278
[29] ARPE, pág. 283
[30] ARPE, pág. 584
[31] Cfr. Domínguez, Begoña; Alfaro, Francisco José: Sociedad, nobleza y emblemática en una ciudad de la Ribera de Navarra: Corella (Siglos XVI-XVIII), Zaragoza, 2003, pág. 158.
[32] Cfr. Andueza, Pilar; Orta, Esteban: Corella. Colección Panorama, n. 38. Gobierno de Navarra, Pamplona, 2007, pág. 21.






2017/09/15

LOS BANDIDOS CORELLANOS





Una cuadrilla de ladrones y de salteadores asoló las tierras de la Ribera durante nueve años, los que van de 1810 a 1819. La gavilla la componían nada menos que veinticuatro sujetos, a cual de peor calaña, temidos de arrieros y de caminantes que en su ruta entre Aragón y Castilla atravesaban los caminos reales por Navarra.
Decíase capitán de todos ellos un tal Francisco Monreal, más conocido por el Moco, al que también se le reconocía por el sobrenombre de Madejero. Cuando se echó por primera vez a los caminos a robar, tenía tan solo veinticuatro años y era al tiempo de la francesada; tiempos en que tras la ausencia de Mina el Mozo se multiplicaron los robos y los asesinatos de las partidas sueltas que infestaban los caminos y robaban a cuantos los transitaban.
El Moco era un mozo bravucón y pendenciero. Tenía a gala el haber servido en la División de Mina y en la guerrilla de Tabuenca. Lo que no contaba era que el propio Mina había dado orden de apresarle a consecuencia de un robo que había cometido, y que luego escapó de la prisión lo mismo que escaparía años más tarde de la cárcel de Alfaro, del castillo de Tudela y de la ciudadela de Pamplona.
Era un alborotador a quien en el pueblo todo el mundo temía sin excluir a los propios de su cuadrilla. Y nada digamos del miedo que le tenían las autoridades locales a quienes continuamente vejaba y de quienes se mofaba a la luz del día. Por San Juan de junio de 1810 había despojado de su pistola al alcalde y del trabuco a un prior de barrio. A este último le estuvo luego esperando a altas horas de la noche en su propia casa con intención de matarlo, y como no llegara, cerró la puerta de la calle y arrojó la llave al tejado.
Eran fechas en que el ayuntamiento se había hecho cargo de todo el vino de los cosecheros y obligado a que se vendiera en la taberna pública para que no faltase provisión al vecindario. Acompañado un día del Bragueta y del Sordillo, nuestro hombre obligó al alcalde a bajar el precio del vino; y luego, sacando el gamellón a la calle, lo repartía gratis a todo el que pasaba.
Un día varios de la gavilla se metieron en el Ayuntamiento y tuvieron a bien burlarse en propia cara de todas las autoridades. El Moco se nombró a sí mismo alcalde y se sentó en el solio que a aquél correspondía. Llevando en la mano un palo de media vara a tres cuartos, iba nombrando a los de su cuadrilla a uno Regidor, a otro Justicia, a otro Prior de Barrio, Alguacil a otro, etc.
Toda esta mala ley contra las autoridades le venía de tiempo atrás en que, por haber discutido un día en la taberna con el Cachombo y el Mosquillo, estando los tres borrachos, había sido llevado a chirona. Peor fue, al poco tiempo, cuando acompañado del Bragueta, el Sordillo y un tercero, dieron todos cuatro muerte a los vecinos Benito García, Luis Cartagena, y Manuel Asiain. Él pudo de momento escapar, pero no los otros tres que fueron pasados por las armas de orden del general francés que mandaba entonces en la plaza de Tudela.
También era conocido este Francisco Monreal fuera de Corella. Él y su partida  se habían hecho famosos por los robos y los salteamientos sin fin que habían cometido. Pero de nadie eran más temidos que de los pastores, de los arrieros y de los viandantes. Y es que atravesar Navarra por el camino real que de Madrid llevaba a Zaragoza, o de Tudela a Soria, era una aventura demasiado arriesgada para cualquiera, y más estando como estaban estos mozos corellanos a verlas venir.

Pero veamos quiénes eran y cómo se llamaban:

Manuel Fernández, El Payo, es de Corella y tiene veinticinco años. Viste bien, maneja dineros y tiene poca aplicación al trabajo. Está complicado, como todos los demás, en varios robos.

José Jiménez, Marmitón, es también de Corella. Treinta y dos años.

Salvador García, El Pastor, es de Cintruénigo; aunque reside en Corella «desde pequeñico». Treinta y seis años.

Andrés García, el Pastor de la Romera, de Corella. Veinticinco años.

Matías Lázaro, alias El Florín, de Corella. Veinticinco años. Jornalero.

José Sola Puyol, natural de Calahorra y vecino de Corella. Treinta y tres años. Curial y procurador del tribunal del vicario forano y del alcalde de la ciudad.

José García Cornago, El Cazuelo, «cavador jornalero». Treinta y ocho años.

Manuel Martín, El Barquero, Treinta y cinco años.

Francisco Sainz, El Gualillo. Treinta y cinco años. Jornalero.

Xavier Sesma, El Tontera. Treinta y seis años. Jornalero.

Manuel Blázquez, conocido por el Viudo Corrucho o Corrucho viejo, cincuenta  tres años. Jornalero.

Bernardo Jiménez Eraso, alias El Calabaza, treinta y dos años. Jornalero.

Xavier y Manuel Rodríguez, Los Cabecillas, el último conocido también por El Furrias, los dos de Corella. Esquiladores.

Joaquín y Sebastián Rodríguez, sobrinos de aquellos, este último esquilador, también con el apodo de Cabecillas. El primero ventero de la Venta del Pillo.

Antonio Arnedo, El Montible. Labrador.
Pedro Cornago, alias El Porrón.

Francisco Delgado, conocido por el Gallo del Piri.

Matías y Francisco Blázquez, hijos los dos de El Corrucho, conocido el primero por el Sordo. Jornaleros dedicados a sacar regaliz.

Manuel Guillorme, el Zurramplas. Hortelano.

Antonio Martínez, el Porroncero. Trabajador en la fábrica de regaliz.

Juan Malo, llamado el Tuerto de Crisanto. Albañil de cuarenta y cinco años, «aunque hoy el probrecico no hace más que algunos remendicos». No tiene cometidos más delitos, según él, que el haber acompañado a su pariente o paniaguado El Moco a la feria de Marcilla a comprar dos borriquicas con la onza y media que cada año le da de limosna el cura de Corella. Le duele la cabeza desde que perdió el ojo, y ahora aún más desde que el alcalde le tiene metido en una cárcel oscura.

El proceso se abre con el robo llevado a cabo por Marmitón en el corral de Las Canteruelas la noche del 4 de enero de 1819. Está la noche de luna clara y hace frío. Ignacio Delgado, conocido por Rojito y su primo Prudencio Pascual, el Mondo, están ya acostados en la cabaña cuando oyen que llaman a la puerta. «¡Eh, mayoral, mayoral!». A las voces se levanta El Rojito y entreabre la puerta. Un hombre con una manta blanca al hombro le encañona con una escopeta.
−¿Quién está ahí dentro? –pregunta el bandido.
−Mi primo Ignacio.
Pues como se os ocurra tomar un arma, os aso a los dos a tiros y quemo luego la casilla con el rebaño y todo.
Se oían voces como de dos o tres hombres más por detrás de la cabaña.
−Ajo, sácame ya una de las dos ovejas que tenéis en el corral, −dijo el hombre.
El mayoral, todo asustado, se la sacó. Y el hombre se la mandó atar para echársela al hombro.
−Y ahora sácame un cordero y dos panes, y el bandido tomó solo uno. Luego, sin siquiera tratar de disimular la voz, inquirió:
−Señor mayoral, ¿me conoce vuesa merced?
Estaba el pastor tan asustado que ni siquiera respondió. Le miraba boquiabierto y temblequeaba.
−Le he preguntáu a vuesa merced si me conoce.
−No, −respondió temblando el mayoral.
Y el bandido, echándole una mirada de fuego, le despidió con estas palabras:
−Cuidado con el pico, ¿eh? Mucho cuidáu.
Cuando entró de nuevo a la cabaña el mayoral, su primo Ignacio le preguntó si había conocido al hombre; y como dudase, le dijo:
−Pues si vuesa merced no lo conoce, yo sí. Es el Marmitón, el casáu con La Liebre. Debería vuesa merced dar parte a la justicia.
A lo que el mayoral respondió que «hombre, estamos en la parición y tenemos que dormir en el campo; ¿a qué nos vamos a meter en enredos?»
La siguiente aparición del bandido no tiene lugar hasta la noche del 10 de marzo en se presentó en el corral de La Cantera, donde dos hermanos de corta edad, Gregorio y Manuel Fernández, de nueve y siete años respectivamente, guardaban el rebaño de su padre Manuel. Estando ya los dos dormidos, oyeron voces fuera de la cabaña. Se levantaron y salió a la puerta el Gregorillo.
−¿Tenéis pan ahí dentro?, −preguntó Marmitón.
Y respondiéndole que sí, le sacó uno.
−¿No tenéis más o qué?
El chavalín le sacó otro y el bandido, entonces, le dijo que le sacase un caloyo, a lo que el mocete le respondió que no podía hacerlo por no ser suyo el rebaño, sino de su padre.
−¿Me conoces? –preguntó el bandido.
−No, −respondió el pastorcillo.
−Pues soy el Antón Gutiérrez, el que mató a su mujer. ¿Sabes si hay alguien esta noche en el corral de Las Foyas?
El muchacho le respondió que sí, que estarían el mayoral y Manuel Pinedo.
No tardó en presentarse Marmitón en el corral de Las Foyas. Vestía calzón y chaleco de paño pardo anoguerado, camisa blanca, montera blanca y pañuelo del mismo color atado a la cabeza, alpargatas «cuasi nuevas» y medias negras. Llevaba echada al hombro una manta blanca con rayas negras y escondida en ella una carabina.
Estaba también la noche de luna clara. El perro de la majada empezó a ladrar y el mayoral se levantó a ver qué pasaba. A la luz de la luna pudo ver como a cien pasos del corral a un hombre que se defendía del perro a culatazos.
−¡Eh! –le gritó−. Contenga vuesa merced al perro si no quiere que lo afusile.
Llamó el Ruperto al perro y lo amansó. Entretanto el hombre se iba acercando poco a poco a la cabaña. Estando ya como a dos pasos de la puerta, dijo al mayoral apuntándole con la escopeta:
−¡Ajo, que lo parto!
A lo que el mayoral le preguntó qué se le ofrecía.
El bandido mandó «le apañase luego un cordero para él y su compañero Antón Gutiérrez, el que mató a su mujer»
−No puedo, −respondió el mayoral−. No es mío el rebaño. Un pan, si quiere, si que le puedo dar.
El bandido no estaba para perder el tiempo. Poniendo la escopeta al pecho le hizo entrar en la cabaña mientras decía:
−Pan ya tengo, ajo, que me lo ha dado el Gregorillo en el corral de La Cantera; trae tú el cordero si no quieres que te parta.
Cuando el mayoral quiso entregárselo, el bandido le dijo que se lo adobase y que le asara la asadura para comérsela allí mismo. Y estando el pastor en ese menester, le espetó el bandido:
−Ajo, ¿no me conoce vuesa merced, u qué?
−No, −respondió el pastor.
−Soy el Antón Gutiérrez, el que mató a su mujer. Y voy camino de La Rioja a buscar trabajo (mentía).
Era ya la madrugada del siguiente día cuando el Ruperto se fue la plaza del pueblo a beber el aguardiente y pudo allí ver al Marmitón con el que en el pueblo llamaban Treinta y Una. Vestía el mismo traje que la noche anterior con la manta al hombro, la montera blanca y el pañuelo atado a la cabeza. Nada le dijo por no quererse meter en líos. Pero fue a casa de su ama y se lo contó todo. Ésta dio parte a la justicia, y el Marmitón fue apresado de orden del alcalde de la ciudad a los pocos días.
El Marmitón juraba y perjuraba que en la tarde del día 10, después de volver del campo, se había ido a la taberna a beber. Y que luego se había subido con su nuera a casa de Bernardo López, con quien estuvieron charlando y echando un trago hasta las nueve. Que luego, con su mujer y la que llamaban Josefona, se habían ido a casa de su propia hermana que estaba para parir. Y que al rato había ido a dormir sin que se levantara ni saliera de casa hasta las siete de la mañana en que se había ido a la plaza del Mercado o de las Verduras a echar el aguardiente.
Estando ya preso llegaron nuevos cargos contra el bandido. Gentes que hasta entonces no se habían atrevido a delatarle, dieron por fin el chivatazo. Y aunque se sabía que en 1814 El Marmitón había estado ya en la cárcel por haber robado entre dieciocho a veinte mañas de cáñamo recién “esquimenzado” de la huerta de don José Mateo, un rico hacendado de la ciudad, se hicieron nuevos cargos contra él. Hacía más o menos dos años que se habían roto las cerraduras de la cabaña del huerto de Nolasco Peralta, Justicia de la ciudad, y se habían robado una azada, una red de cazar pájaros y una soga grande. Pudo un día saberse que la azada la llevaba Marmitón al hombro cuando iba a cazar. Y así se le imputaron y probarían otros muchos robos ejecutados en cuadrilla.

Había de ser precisamente ese año de 1814 cuando los bandidos comiencen a dar muestras claras de su actividad. En el anochecer del día 2 de septiembre asaltan la casa de campo llamada de Valdelafuén, sita en los montes comunes del Cierzo. Eran como las once de la noche cuando dos hombres, uno vestido con uniforme y gorra de granadero, armados los dos de fusil y bayoneta, irrumpieron en la entrada y obligaron a la familia a echarse en el suelo; «y les pegaba dicho granadero porque no se echaban». Ataron los brazos a los colonos y les vendaron los ojos con unos pañuelos. Y estando en esas dijo el granadero a su compañero:
−Dile al Sargento que venga.
Al punto se presentó un tercer hombre acompañado de dos pollinas y un perro negro (perro del que por cierto no había de separarse ni aun estando en la cárcel). A este, que luego resultaría ser Manuel Ruiz El Rauto, se le describe «chiquito de estatura, robusto y negro». Y se queda montando guardia en la puerta mientras el granadero y su otro compañero saquean a su antojo las dependencias de la casa.
Tres horas largas duraría la operación, que les llevó a robar cuatro talegas de trigo, varias ropas, garbanzos, gallinas y hasta un trabuco. Y cuando ya se dieron por satisfechos obligaron a los colonos a introducirse en un cuarto bajo de la casa y les quitaron los pañuelos de los ojos.
−Quietos aquí hasta que salga el sol, −amenazó el granadero−. ¿habéis oído?
Muy felices se las prometían los tres bandidos protegidos en su huida por la oscuridad de la noche y suponiendo que los colonos habían de permanecer en el cuarto bajo de la casa hasta que llegara el amanecer. Tomando el camino alto hacia Corella, caminaron a paso tranquilo algo distanciados entre sí. Pero los colonos, una vez que los ladrones habían desaparecido, decidieron escapar de su encierro y arrear por el camino bajo hacia Corella a paso acelerado. Así pudieron tomarles la delantera a los bandidos.
Alertados los del Cuerpo de Guardia por los alguaciles, salieron con soldados a esperar a los ladrones. Por el barrio bajo se dirigieron al portal de San Francisco y se apostaron tres en el Crucifijo; el Cojo se ocultó junto al puente sobre el río mayor.
Al rato vieron aparecer por el camino un perrito negro, luego un hombre con arma de fuego y algo más distante otro que arreaba una borrica. Al primero de todos le dejaron subir por el portal de San José; pero al segundo, que resultó ser El Moco, le dieron el alto y lo apresaron. El tercero se les escapó después de que disparase un trabucazo que a nadie alcanzó, y que hizo que se espantara la borrica y se fuera suelta calle arriba, cargada con las talegas de trigo. El Rauto sería algo más tarde apresado en su propia casa.
El robo dio mucho que hablar en toda la comarca y, por lo que luego declararían los de Valdelafuén, el mismo día del asalto al anochecer habían visto al Rauto y al Madejero echando lazos para cazar junto al Corral del Ojo, cerca de la finca. El Rauto, sin embargo, negaría este dato. Y afirmaría que todo el día anterior se lo había pasado en compañía del Narro y del Madejero pescando en la parte de la olmera, junto al río mayor. Aunque poco importaba si lo que había estado haciendo era cazar o pescar, puesto que le habían cazado con los efectos del robo. Por lo que luego se sabría, los tres se habían dado cita junto a la ermita de Santa Ana, siendo el último en llegar El Rauto con las dos borricas.

Los asaltos se suceden por estas fechas con tal frecuencia que la cuadrilla acaba por cobrar fama y se hace temer de cuantos transitan los caminos hacia La Rioja, Aragón y Castilla. En memoria de los bandidos, una subida del camino entre Los Fustales y Cascante quedaría para siempre bautizada con el nombre de Cuesta [de los] Ladrones.
Tenían los bandidos por confidentes y colaboradores íntimos al barquero de Castejón y al Ventero de la Venta del Pillo, uno de los famosos Cabecillas este último, también conocido por El Furrias. Los dos acabarían también siendo apresados.
Es la madrugada del día de san Bartolomé de 1817 cuando los bandidos llevan a cabo otra de sus acciones más sonadas. Hallándose Fernando Castillo, vecino de Alfaro, en su corral de Valdomil, sito en la Val de Ominoso, como a la una de la madrugada se le presentaron entre cuatro y cinco bandidos poniéndole uno de ellos la escopeta al pecho y diciéndole que no se moviera, que se echase en tierra; y a él y a sus dos hijos los taparon con mantas de acarrear paja. Dice el de Alfaro que no duda había más de cinco hombres que en un principio se dejaron ver, y que el primero de todos, el que le puso al pecho la escopeta, «llevaba ropón de soldado de los de color franciscano, lo que pudo ver porque había luna bastante clara».
Al cabo de hora y media en esa posición, y notando que no se oían ya voces, el asaltado se quitó la manta y trató de levantarse. Pero oyó una voz roncajosa y fingida que le conminaba a echarse de nuevo y a taparse. Pasada otra media hora volvió a descubrirse y, viendo que los bandidos habían desaparecido, se levantó a hacer recuento de lo que le habían robado. Eran en total unas treinta fanegas de trigo, doce talegas navarras y otra grande de nueve medias, una azada grande con cabo de carrasca, unas alforjas castellanas con un pan dentro, un “ablentón” pequeño nuevo y alguna que otra cosa. Y queriendo observar la dirección que en su huída habían tomado los ladrones, pudo saber que tiraron hasta la senda de Autol por rastrojos y barbechos con dirección a Corella. Deduce por las huellas que una de las caballerías estaba recién herrada y que otra de ellas era un borrico porque estando boca abajo tapado con la manta lo había oído rebuznar.
Los ladrones escondieron durante algún tiempo los efectos del robo en un cañar próximo llamado del Miguelillo, en término de Fugénique y frente al huerto de Caranto, cañar que había quedado custodiando uno de los ladrones montando guardia a la puerta con un trabuco.
Entre los asaltantes, por lo que luego había de saberse, se contaban El Payo, El Moco y El Calabaza. Pero fueron bastantes más los que aquella noche se habían dado cita en el corral de Valdomil, y entre ellos El Curro, quien viniendo el día de san Bernardo con una caballería menor cargada con esportizas y cubierta de mantas camino de Cintruénigo, le había dicho a un convecino suyo que aquello que transportaba «era nieve para Tulebras». Buena nieve era aquella, sí. Y otro testigo afirmaría que por las mismas fechas, un día en que hubo una gran tronada, pasando por junto al corral del Rufo camino de Las Barrenillas –que dirige de Cintruénigo a la cañada de Alfaro—se había topado con el Corrucho Viejo que pasaba con una borrica cargada de trigo. Y que habiéndole preguntado que a dónde iba, le había respondido que a buscar a su hijo, El Sordo, y a Sebastián, el hijo de la mesonera. Pero que a la tarde, después del nublado y estando todavía lloviendo, lo había vuelto a encontrar en el sitio donde se decía que guardaban lo robado. De que se formó de él muy mal concepto.
No había de pasar el año son que los bandidos llevasen a cabo otros tres salteamientos a mano armada. El primero de todos un domingo de mayo cerca del barranco que llaman del Cura en jurisdicción de Aldeanueva, a un hombre que bajaba por el camino real que de Calahorra conducía a Carvera, y que venía en compañía del Tuerto de Sastrica a quien había alcanzado en el camino.
Cuando los dos llegaban al barranco, les salieron al paso cinco bandidos con las caras descubiertas y con mantas al hombro cargados todos de trabucos, que les obligaron a echarse en tierra. Una vez en el suelo, les vendaron los ojos y los empujaron hacia una barrancada fuera del camino donde les pidieron el dinero que llevaban encima amenazándoles uno de los bandidos con pegarles un tiro si no lo sacaban o si no le decían dónde lo llevaban escondido. A lo que otro bandido apostilló que sería mejor matarlos de puñalada, que hacía menos ruido. Hasta esas fanfarronadas se permitían.
Al de Calahorra le quitaron de las alforjas cuatro duros en oro de una pieza, dos en otra y medio en plata que llevaba consigo, a más de una bota de vino de seis pintas de cabida, un pañuelo de hilo de colores, y la cincha de uno de los machos que llevaba en la recua. Así lo tuvieron detenido durante más de cuatro horas durante las que pudo percatarse de que había más bandidos de los que en un primer momento le habían salido al paso; y de que fueron a todo lo largo de ese tiempo echando el alto y robando en la misma forma a varios pasajeros más que por el camino iban llegando. Cuando al cabo de ese tiempo sospecharon que ya los bandidos se habían dado a la fuga se quitaron los pañuelos de los ojos y pudieron ver al resto de los robados. Entre los que se encontraba el Tío Juaquín, arriero de Teruel, un tal Tío Martín, de Almonacid, y alguno más hasta ocho. Al Cojo de Sastrica le habían robado en total veinticuatro duros, a otro una porción de añil que desparramaron por el suelo, y a otro una bacalada de abadejo. Todos juntos se dirigieron a hacer noche a la Venta del Portagillo, en jurisdicción de Cervera, a dos horas y media largas de jornada desde Corella.
Poco tiempo después sería robado el molino de Cintruénigo, tomando parte muy principal en la acción Manuel Fernández El Payo y otros conocidos suyos de la cuadrilla como eran los hermanos Cabecillas, El Corrucho, Sola, El Montible y El Cazuelo. Y a finales de año, ya con las primeras nieves del invierno, dieron otro golpe de mano en las inmediaciones de la Venta del Pillo, en jurisdicción de Alfaro. No olvidemos que el ventero era primo de lo famosos Cabecillas.
Cuenta Micaela Montero, más conocida en Corella por La Gordilla, que yendo un día domingo del invierno de 1817 acompañada de su marido ya difunto camino de Agreda a vender liza «y otras frioleras», se quedaron a oír misa en la Venta del Portagillo. Y que haciendo después de la misa conversación con la posadera, que se llamaba Babila, ésta les había dicho que cómo se atrevían a transitar con aquel tiempo por aquel camino cuando tanto se hablaba de los robos que incesantemente se cometían por aquellos contornos. Y que allí mismo tenía a unos arrieros que acababan de llegar a la Venta y que acababan de ser robados en las proximidades de la Venta del Pillo por unos siete ladrones que les habían asaltado cuando venían de camino.
Estaban allí los hombres, todos enfurruñados y cabizbajos, contando lo que les acababa de pasar. Y era que viniendo con las borricas cargadas de abadejo, les habían echado el alto en el camino unos siete ladrones; los habían atado y les habían amenazado con quitarles la vida si no les daban el dinero que llevaban. Pero viniendo como venían de comprar la carga era poco el dinero que les había sobrado. Y así les quitaron un fardo de abadejo y toda la ropa que portaban. Lo que no debió de satisfacer demasiado a uno de los bandidos –por la voz gangosa debía de ser El Curro—que volviéndose a sus compinches les había dicho en tono de enfado:
–Ajo, ¿aísto aimos venido?
La recriminación iría seguramente dirigida al ventero de la Venta del Pillo o al Barquero, pues los dos se hallaban también en el asalto y sería uno de los dos, sin duda, el que había dado el chivatazo para salir al paso de los arrieros.
Con el Curro se habían echado también el camino ese día El Tontera, El Viudo Corrucho, El Gualillo, el Sola y El Cazuelo. Y en Corella comenzó a circular la voz de que en casa de todos ellos comían «buenos pucheros de abadejo», dando a entender que lo habían robado.
A todo esto la justicia había ya tomado cartas en el asunto y hecho numerosas diligencias para el esclarecimiento de los hechos. De sus resultas varios de los de la cuadrilla habían sido apresados y conducidos a la reales cárceles de Pamplona. Pero cumplida la sentencia, que en la mayor parte de los casos vino a ser de seis meses de arresto mayor, o tras haberse fugado de la cárcel los bandidos volvieron todos a las andadas.
La víspera del domingo de Ramos del siguiente año de 1818 fue asaltado en los olivares de Cintruénigo un hombre de Fuentestrún que traía a vender en el pueblo una carga de abadejo. Cuando ya caía la tarde, entre dos luces, observó que junto al tercer olivo según se entraba al pueblo había apostados tres hombres de mala catadura. Al llegar a su altura uno de ellos saltó al camino; y poniéndole un cuchillo al pecho, le dijo que echase en tierra. Atado de manos con su propia faja y cubierto de una manta, lo retiraron del camino hacia los olivares; donde le registraron detenidamente diciéndole que si le encontraban dinero lo habían de dejar allí muerto. Como era poco el dinero que llevaba, tan sólo unos pocos maravedises, le quitaron un baste de las caballerías.
Por san Roque de este mismo año salen los de la cuadrilla al paso de un tal Josesón, criado de unos pañeros de Munilla, que venía de Tarazona a Haro con cuatro machos cargados de paño. Al pasar por la Venta del Pillo para Aldeanueva, siete hombres enmascarados y con armas de fuego en las manos se apoderaron de él, le taparon los ojos con un pañuelo y, llevándolo enseguida a un cercano barranco, lo dejaron tumbado boca abajo cubierto por una manta. Uno de los ladrones le pegó un culatazo con la escopeta cuando trató de resistirse; pero enseguida se otó la voz de otro que decía:
–Va, déjalo; que para matarlo cuando quiera hay tiempo.
Cuatro horas pasaron hasta que llegó la noche. Y justo un poco antes de que ésta llegara, como entre nueve  y media y diez de aquella tardeada, el criado oyó que los ladrones discutían con alguien y echaban algunos “ajos” y expresiones fuertes. Aguantó como pudo bajo la manta hasta que cesaron las voces. Y al rato, levantándose, vio que los bandidos habían desaparecido.
Fue enseguida a ver qué había pasado con sus cuatro machos y con el género que portaba. Desparramados por el suelo había bastantes recortes de paño. Dos de los machos estaban cargados, un tercero con la carga en el suelo, y el otro en pelo. Los bandidos se habían apoderado de la carga de este último y le habían además robado siete napoleones de cinco francos, una cincha, una sábana, una manta, una soga, cinco cordeles de enfardar, la escopeta, la canana, el saco de dormir, la cartera con algunos papeles y el pasaporte. Y aunque él no lo dijera, también le habían robado varias arpilleras de paño de Brabante con las que los bandidos habían de forrarse las polainas. Para la Virgen del Rosario, todos los de la cuadrilla sin excepción se habían mandado confeccionar calzones, chaquetas y capotes de aquel paño, que sabemos era anoguerado color pasa o corteza. Dice un testigo que «después de las últimas vindimias ivan todos mucho majos»; y otro afirma que fue «cuando se vendían los moscateles».
El criado de los pañeros de Munilla no llegó a verlos vestidos tan majamente; y sólo sabe describir a grandes rasgos cómo iban vestidos el día que le robaron: dos llevaban calzoncillos blancos de lienzo, otro dos calzones de lienzo tintados de morado y azul, y todos en mangas de camisa excepto uno que vestía calzones de paño pardo y chaqueta de pana negra.
Pero para cuando llegó san Miguel de septiembre y la Virgen del Rosario, que es cuando tan majamente vestían los ladrones, éstos habían dado ya otro golpe de mano. Y es que no paraban. Por san Mateo salieron a dos de Grávalos que volvían de vender unos cerdos en Cintruénigo. Iban los dos tan tranquilos cuando, al llegar a un barranco que había próximo a la Venta del Pillo, vieron que por el mismo camino se acercaba echando ajos contra su caballería el ventero Joaquín, el primo de los Cabecillas. Se saludaron sin más y no le preguntaron por qué llegaba tan enfadado. Y el caso es que los dos decidieron llegarse a una abejera próxima al camino, que estaba sin puerta, a coger unos higos que les apetecía comer. Al tiempo de entrar en la cerca de la abejera les salieron dos enmascarados con trabucos en la mano, y aún vieron a un tercero que se movía al fondo.
Total, que les robaron los cincuenta y tres duros que traían de la venta de los cerdos. Y no dicen más, sino que a nadie conocieron; y que sólo tienen algunos recelos del ventero Joaquín.
El 2 de noviembre un arriero de Urdiain que caminaba con su recua de machos desde Cintruénigo a la Barca de Castejón fue sorprendido por tres hambres con trabucos al remontar la cuesta desde la que se divisaba la barca. Dos de ellos se cubrían con mantas coloradas y el tercero con capote negro y sombrero. Uno de estatura mediana y recio de cuerpo le gritó a distancia como de un tiro de perdigones que arrojase la bolsa; pero lejos de acobardarse, el arriero se apeó de la cabalgadura, asió su carabina, y se pertrechó tras la caballería dispuesto a defenderse. Fue entonces cuando se percató de la maniobra de los tres salteadores, que se habían separado sin duda para cercarlo. Entonces salió a escape huyendo hacia la Venta de la Espartosa mientras disparaba un tiro contra los bandidos sin alcanzar a ninguno.
Y así llegamos al día de la fiesta de san Francisco Javier, 3 de diciembre. Va a ser un día importante por lo que en él suceda y porque a su consecuencia se va a llevar a cabo la prisión del que por todos era tenido «por corifeo y capitán de todos los salteadores de Corella», es decir, Francisco Monreal El Moco. Veamos qué sucede en la plaza a estas horas de la media mañana, poco antes y poco después de la misa de once. Están los hombres en corrillos vestidos de pana negra por ser día de fiesta. La noche ha sido lluviosa y aún chispea.
Dos hombres, curiosamente vestidos de labor, charlan apostados a la pared de una casa de la esquina de la plaza. Los dos son de Aldeanueva, en Castilla, donde ese día no es fiesta. Aunque uno de los dos, el más fornido, hace ya varios años que ejerce de herrero y cerrajero en Calahorra. Como son paisanos, charlan amigablemente.
El ministro de Justicia de la ciudad se acerca al herrero y le comenta al oído que «si conoce a alguien» le dé aviso. Está el herrero con un besugo en la mano y escudriña con la mirada cada grupo de hombres.
–No. No es ninguno de los que están aquí.
Todo el mundo sabe ya, en la plaza, que a ese hombre le han robado de madrugada cuando venía a la ciudad a compra garbanzos. Y que para comprar el besugo ha tenido que vender un par de zapatos que traía en las alforjas.
La noche había sido de aguada y el amanecer de nieblas. En Pozoamargo, a poco más de una legua de la ciudad, cuando el herrero llegaba a la altura de una viña cercada de tapias, tres bandidos le habían cortado el paso armados de todas armas. Vestía uno capote pardo, otro de color franciscano y el tercero se cubría con una manta vieja de rayas. Uno de los tres le había puesto una pistola al pecho y, obligándole a entrar en el cercado de la viña próxima al camino, le había hecho tenderse boca abajo en el suelo. Fue ese mismo el que le registró los bolsillos y le sustrajo los nueve duros que llevaba encima: cuatro en oro, tres en plata y diez pesetas sueltas.
Estaban los hombres esperando aentrar en misa cuando llegó a la plaza el conocido por Gualillo. Traía las alpargatas mojadas y, sospechando que pudiera bin tratarse de uno de los implicados en el robo, uno de los mozos le comentó:
–¿Del campo, u qué?
El Gualillo captó la indirecta por tratarse de día de fiesta.
–No, de andar a la caza de ánades, –respondió.
Y como después de la misa también se presentaran en la plaza el Moco y el Pastor de la Romera con las alpargatas mojadas, nadie dudó fueran ellos los ladrones.
No iban a pasar siquiera cinco días sin que los bandidos cometiesen otra de sus fechorías. Era el día de la Purísima Concepción y un pobre hombre de Valdemadera que venía conduciendo un borriquillo con una carga de vinagre se topó ya cerca de Corella con un espadador de Cintruénigo al que se conocía con el sobrenombre de el Fuentes y que se llagaba a la ciudad a cobrar una partida de cáñamo que hacía poco había vendido. El de Valdemadera le dijo que tuviese cuidado con los de Corella, porque aquella misma mañana habían asaltado a uno de Alfaro en la subida de la cuesta Nuestra Señora de Vizmanos, camino de la ermita de San Marcos, en los montes comunes.
El asaltado era conocido por el hijo del Peroncillo y había salido poco antes del amanecer de Alfaro con dirección a Tudela montado en una caballería menor. A poco más de un cuarto de legua de andada alcanzó a dos arrieros, uno aragonés y el otro un pastor de La Rioja, que seguían el mismo camino. Y todos convinieron en hacerlo juntos para mejor poderse defender de los muchos ladrones que por aquellos sitios había. Llegados al cabezo de Nuestra Señora de Vizmanos, como a dos horas de Alfaro, les salieron tres hombres con armas de fuego que les amenazaron y les obligaron a tenderse en tierra. Al Peroncillo le ataron las manos y le vendaron los ojos, y a todos los llevaron a un barranco cercano. Al arriero aragonés le deshicieron el baste de la caballería y le encontraron allí cinco onzas de oro. Al otro le robaron una merluza y la comida del día.
–Quietos ahí, –les dijeron− hasta que pasen por lo menos dos horas Estamos esperando a que lleguen otros arrieros.
Fue al día siguiente cuando, volviendo de Tudela, el Peroncillo observó que por el camino de Murchante venían dos en su misma dirección. Y pensando que serían conocidos decidió esperarlos. Pero al punto vio que otros tres les salían al encuentro. Y como sospechase que pudieran ser los mismos ladrones del día anterior, decidió seguir sólo el camino. Al llegar a Alfaro se enteró de que habían sido robados Antonio El Calderero y El Antolín.
El Antolín era de oficio alpargatero y había bajado a Murchante a por dos cargas de vino. Allí se había encontrado con el Antonio que volvía del martinete y los dos, por ser paisanos, habían decidido hacer juntos el viaje de vuelta. Cuando llegaban por el caminico de san Marcos a la Cruz del Guantero, el alpargatero le pidió la bota al calderero; y al tiempo de irla a coger de la caballería, observaron que junto a la cruz había dos hombres medio echados en el suelo que hacían un movimiento como de coger los trabucos.
–¡Ojo!, –le gritó el Antolín al calderero–. Aquellos dos de allí parecen ladrones.
El calderero cogió una escopeta que llevaba en la borrica y se previno a defenderse. Pero los dos hombres les gritaron:
–Tranquillos, que aquí no hay miedo.
Sin embargo un tercero, que estaba oculto tras unas matas, y que iba en mangas de camisa y con calzones de pellejo blancos, les salió por detrás y les echó el alto desde el cabezo.
–¡Ajo, al suelo los dos, venga!
No paraba de blasfemar y de proferir expresiones obscenas. Al Antolín le ataron las manos con su propia faja y al calderero le vendaron los ojos con un pañuelo.
–¡Al suelo,ajo!
Saltaron luego los otros dos al camino y les obligaron a retirarse a la barrancada.
–El dinero, venga!
Y les decían que por cada maravedí que les encontrasen les habían de dar una puñalada.
Se hablaba de robos a un vecino de Fitero en el puente de Corella, de otro ejecutado a unos trigueros aragoneses, de reses en los corrales y de frutos en los campos. Nada digamos de la mucha leña que faltaba de los montes de Yerga, y que se sabía la robaban los de la cuadrilla de Corella. De entre los más activos, casi todos señalan al ventero de la Venta del Pillo, de quien un testigo dice «que andaba metido en cuasi todos los robos»
Viniendo un día hacia Alfaro un pelaire de Tarazona, sería como el 18 o el 19 de diciembre de este mismo año, al llegar al punto en donde cruza el camino el agua de un arbellón, le sorprendieron dos hombres que le salieron del barranco armado el uno con escopeta y el otro con cuchillo. Lo metieron en el arbellón y tuvo que darles seis onzas de oro que llevaba en seis piezas. Buen observador era este pelaire, pues nos describe al de la escopeta como «de estatura de cinco pies y medio, edad de unos treinta años, facciones en la cara regulares, color claro aunque soleado de labrador, vestido con alpargatas finas, medias de lana color como de corteza, calzones de piel color de chocolate claro, ajustador de lienzo blanco, chupa de paño pardo, sombrero ancho y capa negra algo roya de vieja».
El último robo que se les reconoce a los bandidos corellanos fue llevado a cabo en la tarde del domingo 14 de marzo. Justamente el día anterior el Largo de la Romera, su cuñado Morín y el Pastor, se habían ausentado de Corella y pasado el Ebro por el pontón de la Barca de Castejón. Según ellos mismos manifestaron, el Pastor le había dicho al Largo que tenían la intención de salir de madrugada hacia la Venta de la Espartosa a por un cebón que «iba para la carnicería y se había quedaú canso». El Largo iba a Arguedas acompañando al Morín que iba «a buscar quiacer».
Salieron nada más echar el aguardiente bien arropados en sus capotes porque hacía cercera, y tras cruzar el Ebro por el pontón, el Largo pasó el Soto y se dirigió por el camino de Valtierra seguido a pocos pasos del Morín. El Pastor siguió recto por la Vía del Carro que dirigía a la Venta y, al llegar al sitio de las Bardenas que llamaban Los tres Hermanos, se fue a pagar dos reses que debía al criado del pastor salacenco, Moncho. El lunes, dicen, volvieron a cruzar el Ebro ya de vuelta a su casa.
Sería todo eso verdad. Pero también lo fue que como a las cuatro o cinco de la tarde habían asaltado a dos trigueros de Caparroso que venían de vender sus cargas en Corella. al llegar al sitio o legua que llamaban de Valfondo, dos hombres enmascarados y armados de escopetas se abajaron de un alto quedándose un tercero como cien pasos atrás. Apartándolos del camino, los condujeron a una trapuesta en donde los ataron con sus propias fajas y les vendaron los ojos. Lo robado era el importe de la venta de doce robos de trigo menos un cuartal, a once reales de vellón el cuartillo.
Estaba ya la justicia para estas fechas a punto de dar con todos en la cárcel, y sólo quedaba por esclarecer u robo de varias arrobas de aceite y de jabón que se había cometido el 13 el octubre del año anterior. El testimonio de un cedacero de Corella y los buenos oficios del alcalde de hijosdalgo de Los Arcos, don Aniceto Pujadas, acabarían por escarecer el hecho.
Iba este cedacero vendiendo género de feria en feria y recalaba en casi todas las Ventas. Estando el día de la Purísima Concepción en la Venta del Confite, camino de Agreda, oyó decir a unos arrieros aragoneses que días antes les habían robado en la Cuesta la Reina una carga de garbanzos. Y a principios de enero oyó también a un vidriero en la posada de Autol que le habían robado unos ladrones en los Cuatro Caminos, junto a la Cruz de piedra  entre Tudela y Alfaro.
Fue también este hombrico por Todos los Santos a la feria de Los Arcos, acompañado de su mujer, y los dos se hospedaron en casa del alpargatero Vicente Serrano que, mire usted por donde, era hermano del Curro de Corella. Y por ahí comenzó a descubrirse el pastel. El alpargatero les preguntó si no se habían topado en el camino con El Cabecilla, El Zurras y El Zurramplas.
–No, –respondió el cedacero−. No mái topáu con ellos.
–Pues ajo, −se quejó el alpargatero−, antiaer le facilité la venta de unas arrobas de aceite y de jabón, y aún no mán dáu la parte que me tocaba.
De vuelta ya para Corella, en la venta de Lodos, el matrimonio se encontró con El Maño y con su mujer La Cuca, también de Corella, quienes le dijeron que a los tres mozos los habían visto con tres borricas cargadas de pellejos cuando subían a la feria y luego con las tres borricas sin carga camino de Lerín. Eso era todo. Y por el hilo se sacó el ovillo.
Poco a poco irán cayendo todos en manos de la justicia. El 1 de abril de 1819 son apresados el Largo de la Romera, el Morín y el Pastor, el 6 el Payo y el 7 José Sola. Tras un intento de fuga de la cárcel de Corella, el 17 son todos trasladados a las reales de Pamplona juntamente con el Moco y el Marmitón que habían sido apresados con anterioridad.
El 1 de mayo caen el Barquero y el Cazuelo. y el 14 son declarados prófugos el Montible y los tres Cabecillas; de quienes da la justicia las siguientes señas particulares:
Manuel Rodriguez: estatura regular, grueso de cuerpo, muy poblada y cerrada la barba, el pelo de la cabeza claro y algo calvo por delante, los ojos garzos y tristes, su vestir paño pardo y la edad de treinta y cuatro a treinta y ocho años.
Xabier Rodriguez: estatura como seis pies, color moreno cetrino, pelo claro negro, ojos garzos y tristes, su vestir paño pardo, de treinta a treinta y cuatro años.
Joaquín Rodriguez: estatura regular, barbilampiño, los ojos azules y tristes, de veinticuatro a veintiocho años y el vestir de paño pardo como los anteriores. (Era el ventero de la Venta del Pillo).
Antonio Arnedo, alias Montible: bien parecido, muy alto y recio, pisa ancho, ojos azules, mirar modesto, abultado de cejas, pelo castaño oscuro, edad de veintiséis años.
Los cuatro serían al poco tiempo apresados mientras esquilaban en un pueblecillo del valle de Ansó.
El 9  de junio son apresados el Gualillo y el Tontera, y al día siguiente el Calabaza y el Tuerto de Crisanto.
La Real Corte dictó sentencia el 12 de noviembre condenando al Moco, al Montible y a José Sola a ocho años de presidio en el Peñón de la Gomera. El Curro, el Barquero y el Corrucho Viejo serían condenados a seis años, el primero en el Peñón y los dos últimos en Melilla. A seis años de presidio en Ceuta fueron condenados el Pavo, el Gualillo, el Morín y el Pastor de la Romera. A cuatro en Melilla el Marmitón, y en Ceuta el Tontera, el Calabaza y el Cazuelo. El Tuerto de Crisanto sería condenado a dos años en la ciudadela de Pamplona, donde a poco había de morir.



NOTA
Esta es la trascripción de un capítulo del libro Bandidos y salteadores de caminos. Historias del bandolerismo navarro del siglo XIX, cuyo autor es Fernando Videgáin Angós. Publicado en 1984, se puede encontrar en 40 bibliotecas públicas de Navarra, pero no en la de Corella.